— IV —
Xristo Ferens Colom, conocido en español como Cristóbal Colón, se equivocó (o fingió equivocarse, ya hablaré de ello en un artículo posterior) y sostuvo que en sus expediciones hacia poniente había llegado al oriente de Asia, a las Indias. En consecuencia, llamó indios a los habitantes de las tierras en las que desembarcó. El error de Colón es, pese a todo, fácilmente explicable. Lo que ya no resulta tan sencillo de explicar es que ese error en la nomenclatura haya persistido quinientos años y que hoy todavía continuemos llamando indios a los miembros de las naciones originariamente americanas.
Lo más sorprendente es que no son únicamente los europeos quienes designan como “indios” a los americanos autóctonos. Los propios americanos descendientes de los inmigrantes y los mestizos son los primeros en recurrir, con toda naturalidad, a tal denominación, y para no dejar lugar a dudas sobre el arraigo del gentilicio, añadamos sólo que los mismos “indios” lo utilizan aparentemente sin empacho alguno (me pregunto si los verdaderos indios, los de la India, también se referirán a los americanos vernáculos con la misma palabra y si no se harán líos. No se me había ocurrido. A la primera ocasión tendré que preguntarlo).
En todo caso el uso del término, como sustantivo y como adjetivo, es tan común y general que ya no despierta ninguna suspicacia. En el peor de los casos se le puede asociar a veces cierto sentido despectivo, peyorativo, queriendo significar “inculto”, “campesino”, “pobre”, “lerdo”. Pero las cosas van mucho más allá, aunque la frecuencia con la que utilizamos la palabra y sus derivados lo enmascare.
Sucede que el significado de las palabras no puede, así nomás, modificarse o adaptarse; las palabras tienen una dinámica si no autónoma sí compleja, y dicen lo que dicen, no lo que unos u otros pueden creer o pretender que digan. Las palabras son tercas. La India —no hace falta mencionarlo, pero igual lo digo— es una cultura formidable, antiquísima, fascinante y —a diferencia de las americanas— vigorosa. No hay vergüenza alguna en ser llamado indio y menos aún en serlo.
Pero la India está exactamente en las antípodas, en el otro lado del mundo. Nada que ver con las culturas americanas, ni pre ni poshispánicas. Entre los pueblos americanos y los europeos (tampoco hace falta decirlo) o africanos (por un lado con los negros y por otro con los árabes) existen numerosos lazos; escarbando un poco más podemos incluso encontrarlos con los chinos. Pero con los indios de veras (o hindúes como a veces se les llama, tratando de evitar una confusión con otra), con esa cultura enigmática de las cítaras, los budas, los turbantes y las vacas por la calle, no nos une nada, salvo, por supuesto, la común condición humana.
La cosa no es trivial. Si la denominación de “indios” para nuestros pueblos ha persistido es porque marca un hecho que no queremos olvidar. Al llamar indios a los mayas, a los otomíes, a los coras, estamos diciendo una verdad; no hacemos sino designar su verdadera condición: la de extraños, ajenos a la cultura dominante hic et nunc. Tan extraños y tan ajenos a esta civilización nuestra, la civilización de los invasores, de los forasteros que se hicieron dueños de casa, como lo es la de los indios de las antípodas. Los hemos (aquellos que representamos y cultivamos la cultura intrusa) convertido en extranjeros en su propia casa. O, si prefiere decirlo de otra manera, los hemos dejado sin casa. Si el error geográfico de Colón hubiera sido otro, igual podríamos llamarlos persas o mongoles. Hoy en México, en el México hegemónico de las ciudades, de hecho es igualmente exótico un yaqui o un tzotzil que se asuman como tales, como lo serían un indio, un mongol o un iraní.
Las cosas han llegado al punto en que, cuando hablamos en México de “indígenas”, pensamos inevitablemente en los más miserables y marginados campesinos. Lo “indígena” socialmente representa lo rústico, lo más atrasado. En la mejor de las alternativas, lo folclórico y antropológico; en cualquier caso, una huella del pasado, algo destinado a desaparecer. Lo indígena es aquello contra lo que lucha el progreso. No concebimos que lo indígena puede “progresar” sin dejar de ser indígena.
“Indígena” es un significante que, contra lo que pudiera parecer, no es derivado de “indio”; procede del latín y significa —para seguir diciendo cosas que no es necesario decir— natural, originario de un determinado país o territorio. Acostumbrados como estamos (y tal vez es una cuestión más de deseo inconsciente que de costumbre) a ver a nuestros indígenas humillados, marginados, empobrecidos, vencidos y atemorizados, arrinconados en las más inaccesibles hondonadas de la sierra, no se nos ocurre que en otras partes del mundo, en Dinamarca, en Alemania o en Japón, los “indígenas” viven en las ciudades, son ricos y cultos (algunos, vaya), trabajan en fábricas y en oficinas con aire acondicionado, y van a la universidad y a los conciertos.
En nuestro país, en el que los niños pueden fácilmente confundir “indígena” con “indigente” (otras dos palabras que no deberían tener nada que ver) y que creen sin duda que los indios o los indígenas son pobres y raros por naturaleza, que “pertenecen” a las sierras, que allá “les tocó vivir”, que así les gusta; ignoran el drama terrible que protagonizan, que la sierra es para esos hombres y mujeres no un hábitat natural sino un refugio, que no siempre fue así, que allá los hemos ido empujando los invasores, los portadores de la cultura intrusa, que les hemos ido copando los espacios y aniquilando, uno a uno, todos sus medios de resistencia. En este nuestro país, a esos niños limpios y educados, hasta les haría reír pensar en la posibilidad de asistir, cuando vayan a la universidad, a una clase de circuitos electrónicos en náhuatl, ir de visita a casa de un huichol a ver un programa en su parabólica o acudir a hacerse una ecografía con un médico purépecha.
Y pese a todo, a quinientos años de aquel error de Colón, pese a quinientos interminables años de agresión y exterminio, pese a la barbarie de ayer y a la estupidez de hoy, quién sabe cómo ni por qué, los “indios”, maltrechos, sobreviven. El corazón de América, de aquella América, de la verdadera América, allá en las montañas, todavía late.