— II —

Josep Maria Pons y su esposa Laris vinieron por primera vez a México hace unos meses. El Museo de Antropología es quizás en nuestra ciudad, la única visita inevitable para el forastero y nunca tediosa para el guía (yo, en este caso). Hay, en efecto, otros lugares igualmente “obligatorios” para el viajero y a los que cada vez más a regañadientes debo llevar a los amigos visitantes.

Así pues, un buen jueves a mediodía (después de haber experimentado la desagradable frustración de ir en lunes, como siempre), nos encaminamos de buen humor hacia el magnífico recinto del Bosque de Chapultepec. Yo iba, orgulloso, repartiendo, también como siempre, mi atención, entre las impresionantes muestras de la cultura prehispánica (y no precolombina como tan frecuente y erróneamente se acostumbra decir) y las expresiones de asombro de mis amigos.

Sin embargo, esta vez, junto a la sorpresa y la admiración, a medida que íbamos recorriendo una tras otra las salas del museo, un velo de tristeza, de desolación, iba cubriendo el rostro de ellos. En un momento dado decidí preguntarles, intrigado, a qué se debía ese aire. Me contestaron, a su vez, con otras preguntas: “¿qué sucedió con todo esto?; ¿cómo pudo desaparecer, prácticamente sin dejar otros rastros que ruinas arqueológicas y algunas piezas de museo, una civilización así? ¿Qué le hicieron a este pueblo, a la gente que hizo todo esto?

Josep Maria y Larisa son catalanes y por lo tanto particularmente sensibles al problema nacional. Hoy en día es su propia cultura la que se debate entre la vida y la muerte bajo el yugo de los mismos, precisamente, que aniquilaron a las naciones que habitaron estas tierras hasta hace poco menos de quinientos años. En todo caso, a partir de aquel día, un cierto aire de tristeza ya no abandonó sus miradas durante el resto de su estancia, a lo largo de nuestros interminables recorridos. “No encuentro un solo rastro de todo aquello —insistió Laris, decepcionada— no queda nada”.

Inútilmente intenté consolarla haciéndole ver cuántos rasgos de la cultura autóctona permanecían en la comida, cuánta gente, allá arriba en las sierras, hablaba aún las lenguas propias, o intentando convencerla de que la Ciudad Universitaria recordaba mucho los espacios urbanísticos mexicas o mayas. No tuve demasiado éxito, me temo. Todos esos rastros no hacen sino subrayar la magnitud de la tragedia. Recordar a un muerto puede ser muy triste, pero presenciar su irremisible agonía será, a menos que se elabore uno mismo las necesarias defensas y medidas anestésicas e insensibilizadoras, desgarradoras.

Quedaron maravillados en su visita a la ciudad de Oaxaca. De la gente, del mercado, de la atmósfera. Pero llegaron al extremo —extremo ciertamente— de no querer visitar, a pesar de mi calurosa recomendación, el templo de Santo Domingo. Me enojé con ellos, por haberse negado a contemplar esa joya del barroco colonial. Pero ellos, después de ese jueves en el Museo de Antropología ya no querían saber nada ni del barroco ni de la colonia. Mi enojo no encontró demasiados recursos contra el suyo.

Me di cuenta entonces —sólo entonces— de qué tan mal ubicados estamos los habitantes de la Ciudad de México y de todas las grandes urbes del país para comprender lo que sucedió entonces, hace cuatro siglos y, en consecuencia, lo que está aconteciendo hoy.

Quienes están más cerca del drama, en los alrededores de la fractura, es decir, la población de las zonas rurales, los grupos indígenas, los descendientes supervivientes de aquellas culturas y quienes habitan cerca de ellos, tal vez no ven claro lo que ocurrió y ocurre, pero en todo caso lo sufren en carne propia y sufrir es una manera de comprender. Pero resulta, y he ahí lo sorprendente, que quienes están más lejos, allende los mares, en otros continentes, ajenos a todo ese montaje extraño, a todo ese juego de cegueras voluntarias, simulaciones y eufemismos, esos bastidores que nos levantamos en torno del mestizaje quienes pretendemos construirnos una cierta identidad en esa mexicanidad urbana y huérfana, sacada por las orejas del sombrero del mago, esos hombres y mujeres de lejos, digo, también ven las cosas más claras que nosotros.

Y es que las cosas —algunas— son bastante claras para quien las quiera ver. Ya hablaremos de las que se ven desde cerca, pero, desde lejos, en particular, es casi inevitable acercarse a la situación mexicana a la luz de lo acontecido en otras partes. Todo lo que hoy conocemos por Tercer Mundo: gran parte de América, casi toda Asia y toda África, es decir las cuatro quintas partes de la población del globo, era, durante un determinado periodo, colonia de las potencias europeas. El colonialismo fue efectivamente un fenómeno político, económico, militar y cultural, que caracterizó la llamada Época Moderna, desde la caída de Constantinopla en 1452 y hasta mediados del siglo XX.

Pues bien, desafío al lector a que encuentre en todo ese vasto panorama del fenómeno colonial, de un extremo a otro del mundo, del siglo XV hasta hoy, un caso, uno solo, en el que una civilización haya sido arrasada, exterminada de manera más terrible y dramática de lo que lo fueron las culturas americanas. Piénselo un momento. Piense en otras víctimas de la conquista y colonización europea. Piense en los árabes, en los chinos, en los hindúes o en los congoleses. Sin duda la presencia de los invasores dejó sus huellas, más o menos profundas, sobre todos los planos del quehacer colectivo, pero esas huellas no hacen sino insertarse en las formas culturales propias (tendremos que discutir qué quiere decir eso). A pesar de todo, hoy los árabes siguen hablando árabe, los chinos, chino, los hindúes hindi y los congoleses swahili o lingala, junto a las lenguas de los intrusos; inglés, japonés o francés. Todos ellos conservan, junto a las impuestas, sus religiones características: musulmanes, budistas o taoístas. Todos ellos conservan —y no es un detalle, créalo— sus patronímicos genuinos, sus nombres y sus apellidos. ¿Concibe usted a un chino que le llame Stephen Clark o a un vietnamita que se llame Jacques Dupond? ¿Le hace gracia?, ¿más de la que le hace el que un mexicano se llame Hugo Villaseñor?

En fin, la conclusión se desliza sola. En el actual México (y en América Central y del Sur también, pero ligeramente en menor grado), la conquista y la colonia anonadaron de manera brutal y a pesar de todo inexplicable, sin confrontación posible, como en ningún otro lugar, esos tres pilares del ser individual y colectivo: la lengua, el dios y el nombre.

Piense sólo en la primera madre (en los miles de primeras madres) que le puso a su hijo el nombre —y el apellido— de los verdugos y vencedores. Piense cómo se produjo, no en general sino en particular, casa por casa, hombre por hombre, ese proceso vertiginoso, incomprensible, de substitución, de transculturización. En fin, piénselo si quiere, pero tenga cuidado, le pueden dar escalofríos.