— I —

Entendámonos: o nos acordamos de la conquista o no nos acordamos. Pero si nos acordamos, nos acordamos; y cuando digo conquista quiero decir conquista. Así, sin comillas. Y al decirlo, estoy revelando desde el principio —como el buen mal escritor que soy— cuál será mi punto de vista a lo largo de la serie de artículos que inicio hoy.

Ya he dicho que nuestra sociedad, “la sociedad del espectáculo”, es ferviente partidaria de los eufemismos. Pero pretender llamar “encuentro de dos mundos” a lo que sucedió sobre esta tierra en la primera mitad del siglo XVI es más que un eufemismo. Es una desvergüenza. Es como si nos refiriéramos a una violación diciendo que es una manera de “hacer el amor”.

Esta no es sino una de la serie de confusiones que —no por azar ni por distracción, sino de manera del todo malintencionada— envuelve la parafernalia montada en torno del “quinto centenario”.

Otra —al menos tan importante como la primera— es la que quiere asociar el desembarco de Cristóbal Colón en las Bahamas, es decir el descubrimiento homologado de América, con la “hispanidad” de una parte de los actuales países de este continente.

La travesía del océano Atlántico por las naves del almirante y su posterior llegada a las islas del Caribe constituyen sin duda una gesta admirable y digna de ser recordada, pero muy poco tiene que ver con la llamada hispanidad. Los viajes de Colón (que, todo sea dicho, era genovés o catalán; en ningún caso español) se inscriben dentro de la notable serie de proezas y descubrimientos geográficos que caracterizaron los siglos XV y XVI, junto con los de Vespucio, Schitberger y, sobre todo, de los portugueses Magallanes, Vasco da Gama, Dias, o Enrique el Navegante, todos ellos llevados por intereses meramente geográficos y comerciales, sin ningún propósito de conquista o colonización (no se vaya con la finta, por cierto: la palabra “colonización” procede del latín y no tiene nada que ver, aunque pudiera parecerlo, con el apellido de Colombo, Colom o Columbus y que en español llamamos Colón).

Si se quiere celebrar la efemérides colombina, debería circunscribirse, pues, a su ámbito real: el de las grandes expediciones marítimas del Renacimiento; de la misma manera que no estaría mal recordar los aniversarios del rodeo del Cabo de Buena Esperanza o de la vuelta al mundo de Magallanes y Elcano. Pero si al Día de la Raza (el nombrecito se las trae, reconózcalo usted) se le da un relieve y una significación del todo distintos, es precisamente porque mediante él se ha intentado “conmemorar”, de manera taimada, la hispanización de una parte del continente. Se pretende celebrar, de hecho y sin atreverse a reconocerlo, algo que ya no es un descubrimiento geográfico sino un fenómeno de sumisión política y cultural, una victoria militar. Se pretende celebrar, y de hecho se celebra, la conquista.

La hispanización es independiente de la expedición de Colón y se producirá veinte o treinta años después —simultáneamente con la “anglicización”, la “portuguesización” o “francesización” de otras regiones de América— a golpes de espada y de cruz. La hispanidad es obra de la conquista, no del descubrimiento. Y si bien es cierto que es este el que permite aquélla, no por eso deberíamos confundirlos. También el inventor de la pólvora o el de las carabelas hicieron posible la conquista y eso no los hace apóstoles de la hispanidad.

Los entusiastas apologistas de la hispanización de América deberían, en nombre de cierta probidad, en pro de la transparencia, cambiar, en un gesto que los honraría, su fiestecita, su Día de la Raza, al aniversario de la llegada de las tropas de Diego de Velázquez a Cuba, al de la matanza en el templo de Tlatelolco o a alguno parecido que no les costaría encontrar. Todo sería más claro así.

Lo que sí está del todo claro, a pesar del humo que se empeñan algunos en arrojarnos a los ojos, es que la conquista de América, y muy en particular la de los actuales territorios del Perú y de México por parte de las tropas españolas constituye uno de los momentos culminantes —si no el momento culminante— de la historia de la barbarie humana. El holocausto que siguió a la llegada de los conquistadores no creo que conozca parangón en ningún tiempo y en ningún lugar. A veces los números engañan, pero otras veces dicen tanto que cuesta añadir nada más: se calcula que en el año 1500 la población total de lo que hoy constituye el territorio del Estado mexicano era de 30 millones de personas. En 1550 la población se había reducido a tres millones. ¿Es acaso posible imaginarse lo sucedido en esos cincuenta años? México no volvería a tener 30 millones de habitantes sino en 1957.

No se trata aquí de abrir viejas y dolorosísimas heridas porque sí, en nombre de una revancha extemporánea y absurda. Finalmente, como no cesan de recordárnoslo los festivos e hispanófilos quintocentenarieros, ha pasado casi medio milenio. Lo sorprendente —en fin, sorprendente para algunos— es que a estas alturas sean los propios españoles quienes en vez de guardar un discreto silencio y correr un tupido velo sobre tan terrible episodio —que es lo que se podría esperar— se esfuerzan en hacer toda la batahola y alharaca posible en torno de una hispanidad sin pies ni cabeza.

Porque para nadie es un secreto que las “fiestas —sí, fiestas— del quinto centenario” están directamente impulsadas y patrocinadas por el gobierno español, que ha invertido miles de millones de dólares en la celebración, en España misma, pero también en la América hispano parlante. Algunos de los actos programados desconciertan, como esas “cumbres” de jefes de Estado “iberoamericanos”, en los que se incluye, como quien no
quiere la cosa, a España y Portugal, que siempre habíamos creído que estaban —a pesar de todo— en Europa. Se quiere sugerir, sin duda, que Iberoamérica ahora quiere decir algo así como “Iberia y América” (¡!) (una parte de América, en fin). Usted agárrelo por donde pueda. Pero otros de esos actos ya no son desconcertantes sino definitivamente ridículos, como esa televisiva Cadena de las Américas (¡tan cara y tan pobre!) de la que participa España y se excluye a Brasil (ahora a ver si entiende usted qué quiere decir América).

A lo que no es necesario darle muchas vueltas es al sentido de toda esta operación político-publicitaria del gobierno español y que enseña el cobre por todos lados. España pretende convertirse en el líder de esta insólita “Iberoamérica”, una especie de Commonwealth trasnochado, y hacer un extraño doble juego entre esta y la Comunidad Europea. Se trata, en pocas palabras, de un intento de recuperar, por retorcidos caminos, a viejos súbditos. Se trata, en resumen, de un intento de reconquista. De zarzuela tal vez, pero intento de reconquista al fin.

Y no sería ni leal ni legítimo reclamar a los españoles de hoy explicaciones sobre lo que cometieron sus antepasados de hace cinco siglos, pero sí lo es el exigirles, sobre lo que sucedió entonces y lo que ocurre hoy, si no ya un poco de vergüenza, sí al menos un mínimo de seriedad, de recato y de respeto.