— VII —
A los mass media —o simplemente “medios” en una traducción del latín que se antoja un tanto rústica— podemos concebirlos como el “espectáculo individualizado”. Si el consumidor no va al circo, que el circo vaya al consumidor. Ya no se trata de que el espectador potencial entre en una sala o acuda a una plaza en la que va a desarrollarse el show, sea este una representación teatral o un mitin político. Hoy, gracias a la prensa y a los media electrónicos, el espectáculo perseguirá a su presa o a lo largo de las veinticuatro horas del día y hasta los más recónditos enclaves de su intimidad: desde el andén del metro o la cola en el banco, hasta la cama o el excusado. Los media consiguen crear espectadores individuales, sin necesidad de la figura que hasta hace poco le era consubstancial: la de público. Toda dimensión colectiva del espectáculo queda eliminada. El lector de periódicos, como el radioescucha o el televidente, a pesar de que sabe o cree saber que otros cientos de miles o millones de personas están conectados sobre el mismo mensaje, está irremisiblemente solo.
En esta soledad del espectador individualizado radica su vulnerabilidad, su indefensión ante la penetración del mensaje literario, ideológico, comercial o político.
La televisión vende. A ponerle en evidencia por si alguna duda quedara, dediqué el artículo de la semana pasada. Junto con la televisión, pero en un segundo plano, también venden los otros medios: radio y prensa. Sin embargo, esa es sólo una de sus funciones. Otra, tanto o más importante, es la de determinar —o condicionar, si lo otro le parece demasiado duro— las opiniones políticas de los destinatarios.
De lo que se trata, tanto en un caso como en el otro, es de ejercer el control sobre las opiniones —y en segunda instancia sobre las acciones— del destinatario. Las opiniones y acciones sobre las que la publicidad ejerce ese control son, evidentemente, los comerciales, los que dictan el consumo.
En cambio, la propaganda se propone controlar las opciones y actitudes políticas del lector-escucha-vidente.
Existen al menos dos grandes categorías de propaganda: una, evidente y clásica, la que se realiza en vísperas de elecciones, durante las campañas electorales y cuyos objetivos y estructuras son muy similares a los de la publicidad comercial. Se trata simplemente de vender un candidato, un partido, cantar sus virtudes, recordar sus ventajas y conseguir que el mayor número posible de personas lo compren, es decir lo voten. Este tipo de propaganda-publicidad alcanza sus más altos niveles en los llamados países del primer mundo, donde este rollo de la democracia sí se lo creen, lo cual no es, evidentemente, nuestro caso.
En un par de documentados y sugestivos artículos (extractos de su libro de próxima aparición), publicados hace tres o cuatro semanas en la primera página de Excelsior, y que se titulan: “Elecciones, el gran espectáculo” y “Los duelos del sheriff Reagan”, el publicista y comunicólogo Eulalio Ferrer pone en evidencia de qué manera en la sociedad democrática por excelencia, Estados Unidos, los métodos y recursos de la propaganda política, esta propaganda “explícita” de la que hablo en el párrafo anterior, y los de la publicidad comercial, son cada vez más una y la misma cosa. A partir de un momento dado, según Ferrer, en 1936, en ocasión de la primera campaña electoral de Franklin Delano Roosvelt, la dirección de las campañas electorales para la presidencia de Estados Unidos pasa de las manos de los políticos a las de los publicistas. Algunos años más tarde —siempre siguiendo el hilo de la exposición de Ferrer—, durante la carrera por la presidencia entre Kennedy y Nixon, en 1960, surgirá el concepto de “imagen” como determinante en la opción del electorado.
Sin embargo, junto a esta propaganda “descarada” hay otra mucho más sutil y que se desliza hacia el inconsciente de la víctima bajo la apariencia de “información”. En este caso los beneficiarios no son —no necesariamente— partidos o candidatos ni su objetivo son —no siempre— las elecciones. El protagonista de esta otra propaganda es el poder, en todas sus encarnaciones: la política (entendida como eso: la política del poder), el gobierno y el estado.
¿Se ha fijado usted acaso que de 90 a 100% del espacio de las primeras planas de los llamados periódicos de información general está dedicado precisamente a lo que sucede en y alrededor del poder, al gobierno y a los políticos? Otro tanto sucede, evidentemente, en los noticiarios de radio o televisión. ¿Será que realmente es tan interesante lo que declare tal o cual gobernador o si el secretario de Estado fulano afirma o deja de afirmar que las cosas, aunque no lo parezcan, van bien? Es indiscutible que la dinámica del poder, y en particular las llamadas “acciones de gobierno” influyen —unas más que otras— en la vida de los ciudadanos, pero, ¿realmente merecen tanta atención? ¿será para tanto? Estos días, por supuesto, como muchos otros habitantes de la Ciudad de México, he tenido que enterarme cuándo las autoridades del Distrito van a dejar que mi coche funcione, pero debo reconocer que el resto de las noticias sobre el quehacer político nacional e internacional, y que llenaban páginas y páginas de los periódicos y horas y horas de radio y televisión, me dejaban bastante indiferente o, para decirlo mejor, me venían bastante guangas.
Después de la política —sólo después— nos “informarán” de los deportes, de los espectáculos y del pronóstico meteorológico. Pero de la vida del hombre sobre la tierra, de lo que sucede aquí y del otro lado del mundo, en la vida cotidiana (que finalmente es la única vida), no sabremos nada o bien poca cosa. La vida salta a los titulares de los periódicos cuando hay sangre de por medio, cuando de muerte se trata: asesinatos, accidentes o catástrofes. Cuánto más muertos, más titulares. Si no, la política lo domina todo.
Esto no es sino la proyección de lo que sucede con la historia que se enseña en las escuelas. Los niños aprenden —en fin, les enseñan— una cronología de la política: reyes, presidentes, guerras. Pero, de nuevo, sobre la vida de los hombres, silencio. ¿Le enseñaron a usted alguna vez cuándo se inventó el hielo artificial, cómo se bañan los esquimales o dónde hacían pipí los aztecas? ¿No le parece más interesante que saber quién fue el primer virrey de la Nueva España o con quién se andaba abrazando Iturbide? A mí sí.
La llamada “información”, pues, no es, en buena medida, sino propaganda del poder. De sus valores, de su sistema, de su presencia. El poder se exhibe, se muestra, se pavonea. Quiere estar presente, ser temido y admirado. Es decir, respetado. Los media otorgan al poder un falso protagonismo en la vida social. A través de todo este montaje escénico, el poder se atribuye un papel que de otro modo, créanme, a pesar de que a veces pareciera que sí, no tendría. Se declara la estrella del espectáculo. Puede hacerlo sólo porque es el dueño del circo.