El merolico de transistores

— VI —

La televisión es, no ante todo pero sí de manera definitiva, un vendedor. Un vendedor que sin ser ambulante está en todas las casas. No es necesario decirlo, pero lo digo: con el advenimiento de la televisión algo fundamental cambia en la estructura del espectáculo y en el papel del espectáculo en la estructura de la sociedad. De hecho todos los anteriores artículos de esta serie no hacen sino irle dando vueltas a este fenómeno contundente. Son tres los géneros que practica el espectáculo televisivo: el entretenimiento, que incluye la ficción propiamente dicha (películas, telenovelas, series, caricaturas, etc.), deportes y concursos (que ya vimos que son otra suerte de ficción) y los programas musicales y humorísticos (también con sus formas específicas de ficción).

En segundo lugar, la publicidad y la propaganda (reservaremos el primero de estos términos a los llamados “comerciales”, es decir a la publicidad comercial explícita y, el segundo, a las formas más o menos sutiles, indirectas u ocultas, de propaganda política). Y finalmente los programas de información y opinión: los noticiarios, las tribunas y mesas redondas, las entrevistas, etcétera.

Estas son las tres instancias en las que se desarrolla, a través de la televisión, el espectáculo doméstico. La manera en que se concatenan una con la otra no es aleatoria ni ingenua. Ya he descrito la actitud que debe adoptar quien aspira a convertirse en espectador, durante un rato o durante toda la vida: debe jugar a que se cree la propuesta dramática, debe olvidar la realidad y tomar en serio la ficción. Debe alcanzar un cierto estado de predisposición. Lo que sucede es que, una vez alcanzada esa predisposición inducida por la ficción en cualquiera de sus formas, aparecen los comerciales y se aprovechan de la hipotonía del aparato crítico del individuo, al que la ficción —o más exactamente su complicidad con la ficción— ha reducido al mínimo sus defensas conscientes, para hacerlo un blanco dúctil y dócil.

Es así como las propuestas publicitarias más insensatas alcanzan una eficacia insospechada. Siempre me ha sorprendido el papel de la publicidad. No creo haber comprado nunca nada inducido por algún argumento publicitario. Sin embargo, eso no prueba nada. En particular no prueba que no esté inducido por esos argumentos cuya vía de acceso y de condicionamiento no es, evidentemente, racional. Recuerdo que mi abuela decía que no compraba los artículos que se hacían demasiado publicidad: “No deben ser muy buenos desde el momento en que tienen que andar anunciándose tanto. La buena mercancía se vende sola”. El razonamiento de mi abuela es ingenuo, precisamente porque pretende razonar lo irrazonable. La publicidad no pertenece al dominio de la razón.

La publicidad funciona. No cabe ninguna duda. Si hubiera que buscar algún argumento, ninguno tan definitivo como las cantidades astronómicas de dinero que se invierten en ella. Me gustaría conocer los porcentajes exactos de inversión en producir y promover (la publicidad) de las diferentes mercancías. Estoy seguro que si los segundos no son mayores que los primeros, poco les debe faltar. De hecho el anunciarse o no ya no es una decisión que deba tomar un producto que desee participar en los grandes circuitos comerciales, sino algo absolutamente necesario.

Es cierto que existen dominios de producción en los que la publicidad no se hace o casi no la hay (se me ocurren los libros o la maquinaria) y también dominios en los que el papel de la publicidad es confuso y desigual (algunas marcas de refrescos, por ejemplo, sin anunciarse compiten con éxito, aunque sea de manera local, con las grandes transnacionales que se gastan lo indecible en publicidad), pero hay otros en los que es impensable existir sin anunciarse, como el de los automóviles.

Así pues, la publicidad sí funciona, pero funciona en un mundo de espectadores. No es concebible la publicidad en una sociedad ajena al espectáculo, es decir en la que los destinatarios del mensaje publicitario no sepan o no quieran adoptar la actitud de espectador. Al ver y escuchar los anuncios, la víctima sabe que esa imagen refinada, esa voz melosa o enérgica, miente, lo sabe tan bien como el que tanto el asesino como el muerto de la telenovela son de hecho actores de quienes conoce nombre, apellido y probablemente mil detalles de su vida privada y real. Pero le da lo mismo.

Es similar a la disposición de los que se agolpan en torno de un merolico callejero. También estos saben que se trata de una tomadura de pelo, pero igual se dejan fascinar por el juego de imágenes.

Mientras la mayoría se contentará con dejarse adormecer por el torrente acuciante y monótono de las palabras, sin llevarse las manos al bolsillo, otros pocos, pero suficientes, sí saldrán del corro con la pomada ineficaz o la pegadora inservible de botones en las manos. Y no porque no sepan que es ineficaz o inservible, lo saben perfectamente: pero quieren jugar a que todo es cierto. Quieren participar. Como en todo fenómeno de seducción, hay algo del orden de la hipnosis en el mecanismo publicitario.

El mecanismo de la hipnosis se basa precisamente en esa predisposición. No es el hipnotizador el que impone sus órdenes, sugerencias y sugestiones al sujeto, sino que este se somete voluntariamente, se hace gustoso cómplice de su seductor. En la publicidad, el cliente, el destinatario, ya decidió de antemano que el producto ofrecido es el mejor del mundo, y él, un afortunado de tener acceso a tal maravilla, a quien deben quererle mucho para ofrecerle tales bondades a precios tan irrisorios. Todo lo que la buena publicidad tiene que hacer es precisamente no echar a perder esa certeza con la que llega el espectador-cliente.

Así pues, todo el problema se reduce, como todos los problemas, a una cuestión de amor. El cliente virtual quiere querer y quiere ser querido. Y no hay amor más satisfactorio y gratificante que ese que le da tantos placeres y ventajas como anuncia ese locutor encantador. Eso es: en-can-ta-dor. Si renuncia a la propuesta, renuncia al amor. ¿No es, finalmente, toda forma de amor la renuncia voluntaria a la lucidez?

Finalmente, después de la ficción y de la publicidad vendrá el noticiario, que va a sorprender a nuestro buen hombre en ese mismo estado de beatífica estupidez en el que se instaló desde el momento mismo de encender la televisión. Y todo lo que el comentarista ceñudo le irá diciendo va a ser tratado por él con esa benevolencia de la que sólo un buen espectador puede ser capaz. Atrapada la sonrisa que refresca y manténgase bien informado: ese es el periplo. La semana que viene, al terminar la serie, hablaré de esta última estación.