— IV —

Ya dije antes que es importante repetir las cosas. Hoy lo repito. La idea que voy a desarrollar a continuación ya la expuse hace tiempo en esta misma sección, no sé a propósito de qué. Se trata de algo que no puede quedar al margen de la reflexión sobre el papel estructurante del espectáculo en la sociedad contemporánea y, por lo tanto, la repito y la desarrollo.

Para algunos, la inteligencia del ser humano es lo que le permite hablar. Según otros es el habla la que le permite ser inteligente. En un caso u otro, parece ser que la palabra es determinante en el reconocimiento del ser humano como tal. Entre los cientos de miles de especies animales que existen sobre nuestro planeta, la humana no es sólo la única que utiliza el lenguaje, sino que se estructura precisamente en torno de ese lenguaje. Para Jacques Lacan la única manera que tiene el sujeto de relacionarse con el otro, con sus semejantes, es la palabra. En cualquier otro dominio que no sea el del habla, el hombre se encuentra irremisiblemente solo. Lacan llega a afirmar que no existe ni siquiera la relación sexual. El sexo no es sino un juego de espejos, infinitamente individual.

Algo se produce, pues, en el momento en que el Homo sapiens se decide a hablar. Como algo sucede en el que el primer sumerio (o quien haya sido) se decide a decirlo por escrito. Para el gran arrinconado Marshall
McLuhan, la historia de los hombres es la historia de la comunicación entre los hombres. Pasando por ese súbdito de la dinastía Han que tuvo la ocurrencia de inventar esa sustancia (¿o es un objeto?) extraña que hoy llamamos papel, por ese otro alemán estrafalario, al que llamaban Gutenberg y que tuvo la idea de descubrir que aplastando ese papel de manera particular se podían obtener curiosos resultados, hasta llegar a nuestros días en los que la civilización hace que el único papel que muchos llegan a tener en sus manos es el de “la suave resistencia acolchonadita”. O hasta la inquietante premonición del Farenheit 457 de Ray Bradbury, en la que, para cerrar el ciclo de los tiempos, el papel impreso es prohibido y perseguido. El papel del papel en la vida del hombre no conoce parangón.

Sin embargo, la función de la palabra, y en particular de la palabra escrita, no es únicamente la de comunicar, a menos que convengamos en considerar a un poeta un “comunicólogo”, lo cual parece a todas luces fuera de lugar. En efecto, junto a las opiniones, reflexiones, deseos, y todo tipo de información, la lengua es el vehículo del mito, de la ficción. La importancia de la ficción en el desarrollo de la lengua sólo es comparable con el de la lengua en el de la ficción.

El cuento, el cuento oral, es el antecedente doméstico del espectáculo. Junto al cuento, hoy podemos colocar al teatro y a la poesía, la poesía cantada, sobre todo, como las formas anteriores a la galaxia Gutenberg de la ficción. Con la imprenta aparece un nuevo género, que durante muchos años será el privilegiado: la novela (los “monitos” o historietas merecen capítulo aparte).

Así pues, la palabra antes que ser un medio de intercambiar informaciones útiles para reglamentar la convivencia, es el vehículo de aquello que llamamos literatura, en todas sus formas. El lector de novelas del Renacimiento y, de manera masiva, el del siglo XIX, son los ancestros del espectador de hoy. El ávido coleccionista de la novela por entregas (romanfeuilleton) de principios de siglo se convirtió en el no menos ávido devorador de telenovelas de hoy. De hecho, sólo un reducido contingente de lectores recalcitrantes se han mantenido fieles a la literatura escrita, que se ha ido convirtiendo, al igual que sus hermanas, la pintura o la llamada música culta, en un dominio exclusivo, restringido a los iniciados. La mayoría fue pasando primero al radio y al cine y, después, a la televisión.

Sin embargo, una misma actitud subyace en el lector de antaño (o de hoy) y el espectador: esa actitud que consiste en abandonar voluntariamente toda actitud crítica y lúcida; tiene que “tragarse el cuento” y sumirse en el dulce sopor de la propuesta literaria, cinematográfica, televisiva. El espectador, como el lector, para mantenerse en calidad de tal, debe olvidar que aquello que se le ofrece es mera ficción, una mentira bien o mal bordada. Imagine usted lo que representaría presenciar la dramática agonía de un soldado o el perturbador orgasmo de una amante, sin olvidar que a unos metros, detrás de la cámara, se encuentra el director, el camarógrafo, el apuntador y el maquillista, y que unos instantes después, a la voz de ¡corte!, el soldado agónico se levantará riendo para fumar un cigarrillo y el apasionado orgasmo de la amante será interrumpido para empolvarse la nariz. Sería insoportable. O, peor aún, absurdo.

El espectador debe, pues, “creérsela”, hacerse cómplice de las artimañas de autores, actores, directores y de toda esa sarta de mentirosos empedernidos. El espectador dice: “Miénteme, si me dices bien tus mentiras, me las creeré durante un rato… o más”.

Yo lo llamo el complejo Coliseo. Me gusta considerar al espectador de la lucha libre como el prototipo, el paradigma del espectador. Cuando veo esos rostros emocionados, enfurecidos o exultantes de los espectadores de la lucha libre, siento que toco con punta de los dedos la esencia de la dinámica del espectáculo. En la ingenuidad de su maniqueísmo, en la simplicidad de su trama, la lucha libre revela toda la complejidad de la estructura simbólica que ata al espectador con el actor.

Es difícil decir qué hace que hombres y mujeres maduros, hechos y derechos, necesiten (¿será realmente una necesidad?) someterse a la ficción y tomarse en serio la farsa, como niños pequeños que, vaqueros o tortugas ninja, se esconden por las esquinas para escapar a los mortíferos dedos índices de sus enemigos. Pero aún más difícil parece ser determinar si esa credulidad, esa ingenuidad beatífica, cesa con el fin del espectáculo. ¿Efectivamente el espectador deja de serlo en el momento de abandonar la sala?, ¿se interrumpe la receptividad acrítica durante los comerciales?, ¿o algo queda? ¿Estaremos ya convertidos en voyeurs incurables? ¿Estaremos condenados a ir arrastrando por el mundo, aun en nuestros mejores momentos, los más dulces, los intensos, ese deseo irresistible de estar al otro lado de la pantalla, sentados en el patio de butacas?