— II —
Mi madre me contó alguna vez, nostálgica, emocionada y divertida, aquella noche en su lejana infancia, cuando mi abuelo llegó a la casa con la caja que contenía el aparato mágico: un radio de galena. Decían que con aquel artefacto podían escucharse discursos, conferencias y conciertos que se efectuaban en ese momento a muchos kilómetros de distancia. Aunque ya se sabe que no se puede dar crédito a todo lo que dice la gente; tantas cosas se dicen…
De todos modos, mi abuela y sus cuatro hijas se apresuraron a desempacar, nerviosas y excitadas, los extraños componentes, y a tratar de adivinar su colocación y su función, arrebatándoselos una a la otra, mientras el abuelo trataba inútilmente de organizar el proceso y de leer en voz alta las instrucciones de armado y operación. Finalmente, empero, todo quedó listo. Se sentaron todos en torno de la gran mesa del comedor, el abuelo en su lugar, la cabecera, se colocó solemnemente los modernísimos y primitivos audífonos y, aguja en ristre, se aprestó a sintonizar (la palabra me temo que aún no existía) las ondas maravillosas.
Bajo la mortecina luz de las lámparas de gas, se hizo el silencio absoluto, expectante. Esa noche, se decía, iban a transmitir (tampoco esta debía existir) la “Tosca” con Mercè Capcir, desde el Liceo de Barcelona. El viejo empezó firme y meticulosamente a pasear el afilado cátodo sobre la piedra de galena. Cuando a través de los ruidos de estática, un sobresalto reprimido sacudió al patriarca y la aguja tembló en sus manos. Las mujeres ahogaron un grito de sorpresa y curiosidad, pero a una señal enérgica del radioescucha, el silencio se rehízo enseguida, más intenso aún. Después de varios e interminables minutos de ansiosa espera, finalmente, el abuelo de golpe se crispó, levantó la cabeza, los ojos muy abiertos y dijo: ¡lo tengo!
Todo el mundo trataba de expresar y de contener al mismo tiempo la emoción. Las mujeres querían saber qué se escuchaba, querían ponerse ellas los audífonos, pero sssst, y sobre todo no vayan a mover la mano que atrapó la música fantasmal. ¡Es el segundo acto, creo!, decía el padre de mi madre, mientras se quitaba nervioso los audífonos para pasárselos a su mujer, sin mover ni un ápice esa mano derecha ."¡Es el aria de Mario!, exclamó. Mi abuela se colocó asustada el curioso adminículo. “No oigo nada, sólo ruido”, dijo decepcionada. El marido tuvo que reiniciar su minúsculo periplo. ¡Ahí, ahí, creo que lo oigo!, ¡regrésate un poco, a la derecha! ¡Ahí! ¡No es Mario, es Scarpia!, exclamó maravillada, sin que se le pasara el susto.
En riguroso orden jerárquico fue el turno de mi madre, la mayor de las hermanas. Al principio tampoco supo escuchar nada, pero después, poco a poco, por debajo, en medio, en el fondo, de aquel ruido blanco de la interferencia ya mágico en sí, se deslizaron algunos sonidos armónicos, demasiado interrumpidos para ser melódicos y, aunque pareciese mentira, la voz de un hombre. Mi madre decía que nunca supo si era Mario o Scarpia y ni siquiera si realmente lo oyó, pero no importaba demasiado. Bastaba con saber que estaba ahí, que cantaba y que si no era escuchado podía ser escuchado. Que hubiera podido ser escuchado.
A partir de aquel momento todo cambió, todo empezó a cambiar. En la casa de mis abuelos y en la historia del hombre. El espectáculo había conseguido invadir la cotidianidad. Irrumpir en las casas. Y ya no las abandonaría. Aquella piedra de galena no era sino la avanzada, la tímida descubierta de una ofensiva que no había de cesar y que hoy continúa, con los cables, parabólicas y altas resoluciones que se avecinan.
La historia del espectáculo es ciertamente larga. Sin duda aquí no cabe aquello de “tan larga como la humanidad”, pero sí lo es suficientemente como para que no podamos datar su aparición. Ya mencioné la semana pasada que muy probablemente se produjo cuando algunos danzantes rituales se detuvieron para ver bailar a los otros.
Durante mucho tiempo los espectáculos debieron conservar esa marca ritual, mística. Aún en los tiempos clásicos, hace dos mil años, los teatros orientales, chinos y japoneses, la tragedia griega y el circo romano conservaron en buena medida ese carácter sagrado. De hecho creo que no es sino en la Alta Edad Media que aparece el espectáculo esencialmente pagano. Los trovadores occitanos, entre los Pirineos y el Loira, fueron muy probablemente los primeros en poner su música y sus textos al servicio de lo que hoy llamamos diversión o entretenimiento. Utilizarlos como instrumentos y manifestación del “placer y el amor”.
Sin embargo, durante muchos siglos más el espectáculo debió conformarse con un lugar secundario, intermitente, en la vida de los hombres. Hasta el siglo XIX los espectáculos estaban reservados a los privilegiados de la corte, que organizaban sainetes y sonatas en salones de palacio, o bien a los pocos que, de vez en cuando, acudían a una representación de ópera o se topaban inopinadamente con las compañías trashumantes de Cervantes o Moliere.
En aquellos tiempos, ser actor o músico —a menos que se fuera el protegido de algún monarca ilustrado— no sólo no comportaba grandes beneficios materiales sino que era socialmente menospreciado, considerado una especie de bufón, a un paso de lo vergonzoso.
En todo caso, antes de nuestra era, es decir, antes de la electricidad, el espectáculo era algo público, exterior, ajeno al recinto doméstico. Su ámbito no estaba imbricado en la vida cotidiana. Le estaba sobrepuesto. Era suplementario. Ciertamente, para poder penetrar la intimidad, el espectáculo contó con un cómplice del interior, un aliado propiciatorio: el cuento. Antes —y durante un tiempo, también después— de aquella noche que relaté al principio en casa de mis abuelos y en todas las casas, la familia se reunía con la misma veneración a escuchar los cuentos y relatos de los que sabían. Como todos los cómplices, ellos fueron los primeros desplazados por el intruso.
Con el advenimiento de la electricidad, el circo se metió en la casa y de ello todavía no sabemos los alcances.