— I —
A ver, un torito: ¿en qué se parecen los Juegos Olímpicos de Invierno y el Coloquio de Invierno, aparte de por el invierno? Para responderle, voy a dar un rodeo, que —todo automovilista ya lo sabe— es a menudo la manera más directa de llegar. Empecemos por el principio, es decir desde lejos. Piénselo por un momento: en este mundo nuestro, ¿quiénes son los profesionales mejor pagados? No me refiero a quién obtiene más ingresos, así en general; en ese caso los más ricos serían sin duda los propietarios, industriales, financieros o simplemente especuladores. No, me refiero a quién recibe mayores emolumentos, ya sea en forma de salario o de honorarios diversos, por el ejercicio de su trabajo. En otras palabras, ¿quiénes son los trabajadores mejor pagados?
Contra lo que cierta lógica precipitada e inocente pudiera suponer, los profesionales mejor pagados no son las eminencias médicas ni los físicos nucleares. Tampoco los expertos bursátiles ni los estrategos militares ni las más reputadas prostitutas. Y de ninguna manera los sabios, filósofos, matemáticos o poetas. No, a estas alturas es más que probable que usted y yo ya hayamos llegado a la misma y finalmente obvia conclusión: son dos las categorías de oficios mejor pagados: los artistas y los deportistas.
Cuando digo artistas no hablo, por supuesto, de escultores o novelistas (los pintores son, de alguna manera, un caso aparte; entre ellos sí hay quienes reciben sumas estratosféricas). Hablo de los artistas que, a pesar de su nombre, no tienen demasiado que ver con el arte: cantantes de rock o de música popular y actores de cine o televisión. En cuanto a los deportistas, no aludo, evidentemente, ni a los matutinos amantes del footing ni siquiera a los campeones olímpicos de biatlón. Me refiero, ya lo sabe usted, a los boxeadores profesionales o a los tenistas o futbolistas igualmente profesionales.
Las cantidades de dinero que unos y otros, artistas y deportistas, pueden recibir por su trabajo, hacen dar vueltas la cabeza. Piense por ejemplo que cierta cantante de rock puede ganar en una noche (en tres o cuatro días, en fin, si quiere usted contar el tiempo necesario para prepararse, viajar, reponerse, etc.) un millón y medio de dólares. Si la combinación de la S con doble barra y la retahíla de ceros que la acompaña no le producen demasiado vértigo, piense sólo que equivale a más de 4,500 millones de pesos o, de otra manera, a lo que un buen mecánico tornero en nuestro país ganaría, trabajando sus ocho horas diarias, cinco días por semana y 46 semanas por año, en, aproximadamente… ochocientos años. Lo que le decía: vértigo.
Los deportistas tampoco cantan mal las rancheras: cierto beisbolista gringo ganará este año (es decir por seis meses de trabajo) ocho millones de dólares (aunque comparado con la cantante del párrafo anterior no es más que un pobre talachero, no ayuda mucho a que se le quite a uno el vértigo. Queda como ejercicio para el lector calcular a cuánto equivale en pesos y a cuántos milenios de trabajo de nuestro tornero).
¿Es meramente casual el que sean precisamente estos dos ámbitos del hacer humano los mejor retribuidos hoy, o existe algo en común entre ellos? No es necesario devanarse mucho el seso. Lo que ambos tienen en común es que son lo que llamamos espectáculos.
De hecho, en español las palabras “jugar”, “actuar” o “tocar” no dejan entrever los estrechos lazos de afinidad que unen a estas actividades. En otras lenguas, latinas o no, esto es mucho más evidente. Piense que tanto en inglés como en francés una misma palabra designa a las tres: play y jouer, respectivamente. En efecto —creo ya haberlo comentado hace tiempo aquí mismo—, es interesante preguntarse por qué en español, como en tantas otras lenguas (no todas), utilizamos la misma palabra, “jugar”, para designar tres actividades aparentemente del todo distintas: una niña que arrulla a su muñeca, unos señores que corren detrás de un balón sobre una cancha y otros señores que, en torno de una mesa, apuestan dinero sobre las combinaciones posibles de las cartas de una baraja.
La respuesta parece estar en que los tres simulan, imitan, fingen. La niña “finge” ser la mamá de su muñeca, los deportistas “fingen” hacer la guerra y los jugadores de cartas “fingen” hacer negocios. De la misma manera que el actor o el cantante “fingen” sufrir o alegrarse sobre la escena.
El espectáculo es una forma especial de juego. Una forma en la que unos “juegan” y otros “espectan”. En la que unos actúan y otros presencian. En la que unos son activos y otros pasivos. Unos pagan y otros cobran. En cualquier caso, cosa de dos. Los espectáculos son probablemente tan viejos como las más arcaicas estructuras humanas. El espectáculo empezó muy probablemente cuando, en medio de la danza ritual, uno se sentó y se puso a mirar cómo bailaba el otro.
Lo notable, y en buena medida lo que alarma, es el papel preponderante que de la noche a la mañana (es decir en unos cuantos decenios) está jugando el espectáculo en la sociedad contemporánea, y que explica las cifras alucinantes que mencioné más arriba. Todo gira y adquiere su valor en torno del espectáculo: aquello que se gesta en silencio, que se forja en la intimidad, carece de valor social, o de valor, a secas. Los hombres se escinden a cada momento en la farsa del actor y la parálisis del público.
Así pues, esto es: en Albertville y en el Alfonso Caso tenemos dos espectáculos. Tan cercanos como la distancia de un canal de televisión a otro.
De esta sociedad en la que lo que no se muestra no vale, de esta sociedad obscena, pues, en el sentido estricto del término, hablaré las próximas semanas. De la sociedad del espectáculo.