— XX —

¡Aleluya, fariseos de todos los países! ¡Aleluya, punta de necrófilos, mojigatos, mediocres, amargados, lumpen-pirrurris del mundo entero! El comunismo se muere.

El fantasma ya no recorre Europa. Sitiado en aquella isla del Caribe y arrinconado en alguna hondonada de la selva sudamericana, sus aullidos ya no espantan a nadie. Los anticomunistas de toda laya ven, con desesperación cómo el leitmotiv de toda su vida se les va. Como aquellos legendarios caballeros andantes en obstinada e infructuosa búsqueda de dragones se niegan a aceptar que el gran chivo expiatorio se extingue.

La paradoja es fuerte: mientras la metrópoli del capitalismo se debate en su enésima crisis —los mecanismos keynesianos y marshallianos otra vez parecen no querer funcionar y la inflación y el desempleo se desbocan al mismo tiempo—, en eterno presagio de esa tan anunciada “crisis general” que nunca llegó, el comunismo yace moribundo, incapaz de un último gesto, víctima de su propia crisis, de la espera interminable.

Las exequias no serán solemnes. No habrá pompa ni boato. Las plañideras serán pagadas y el cortejo de rutina y expedito. Vendrán parientes lejanos al asecho de los pocos bienes aprovechables. Herederos legítimos, sin embargo, habrá pocos. Casi todos se han ido quedando por el camino, asesinados en Atenas o en Coyoacán, fusilados en Santiago o en Moscú.

¿Quién le pondrá la mortaja? Los eclécticos y los moderados, los enemigos de todos los extremos y para quienes el capitalismo no es un extremo. Esos le pondrán la mortaja.

¿Quién encenderá los cirios? Los oportunistas, los hipócritas, quienes no vacilan en usar y hollar el sueño de otros. Esos encenderán los cirios.

¿Quién llevará la caja? Los burócratas, los funcionarios, los administradores de ideales. Quienes hacen de la revolución un oficio. Esos llevarán la caja.

¿Quién cavará la fosa? Los privilegiados, los prepotentes, los que están por la ley del más fuerte si los más fuertes son ellos. Esos cavarán la fosa.

¿Quién tocará las campanas? Los obtusos, los adormecidos, a quienes basta gritarles y repetirles las mentiras para que las tomen por verdades. Esos tocarán las campanas.

Jamás entenderán, recua de eunucos, conformistas y conformados, la tensión vital, la pasión desgarrada que llevó a Poulantzas a lanzarse de un séptimo piso, a Koestler a poner su último punto y aparte en un hotel londinense, a Althusser a estrangular a sus dos grandes únicas pasiones. Nunca podrán compartir la entrega inflamada de los Pauker, Lambrakis, Esenin, Vásquez, Serge, Grimau, Nin, Antonov-Ovseenko, Beimler, Blaisten, Comorera, Nagy, Moulin, Bujarin, Thaelman, Jara, Maiakovski, Goldman, Parra, Orjonikidzé, Guevara, Rozvan, Peredo, Esenin, Marighela, Ramos, Sheldon, Meinhoff, Hernández, Slansky, Pintille y de tantos otros que sólo yo recuerdo.

Nunca conocerán, jóvenes esterilizados, manso rebaño, la Ciudad del Sol. Sus pastores, cantantes de rock, buscadores de oro, mercenarios del consumo, no los llevarán nunca a pastar a los prados de la libertad.

No compartirán nunca, bandada de pusilánimes, la gran aventura. No tendrán derecho ni siquiera al naufragio. Antes de vararse en los arrecifes de la vida cotidiana, la nave de la revolución recorrió el más prodigioso de los itinerarios. Nuestras brújulas, antes de que el fuego de San Telmo las enloqueciera, fueron las mejores; y nuestros timoneles versados e intrépidos. Mil veces escucharon nuestros Odiseos el canto de las sirenas, mil veces se dejaron perder por ellos, sabedores que la única manera de vencer las tentaciones es caer en ellas. Mil veces encallaron entre Scilla y Caribdis y mil veces volvieron a navegar. Ya si no llegaron a puerto seguro —no lo olviden, marineros de charca— es porque para esta travesía no había puerto alguno. ¿Cómo explicarles, runfla de impotentes, inmovilizados en la estrechez de sus anhelos, atrapados entre sus miedos mezquinos y sus pequeños placeres burgueses la magnitud de la empresa, la dimensión del proyecto, la intensidad del compromiso? ¿Cómo decirles esa pasión que tensó todas las fibras, que llevó a tantos a ofrendar la vida y la muerte a una simple idea? En la soledad de sus pequeños deseos ¿cómo podrían concebir lo que es compartir los sueños con una multitud? No podrán nunca no se esfuercen, ni siquiera envidien ese placer.

Los vasallos del mundo entero, los subyugados, se pusieron un buen día de pie y, con ellos, los hombres se hicieron, por una vez, sujetos de su propio destino. En medio de truenos, relámpagos, huracanes y diluvios, tuvieron en las manos, por un instante, las riendas de la historia.

Vuelvan satisfechos al pequeño confort de su casa, pila de gurruminos. El corcel hoy ya no galopa. Regodéense frente a sus pequeñas pantallas de sus pequeños goces, de sus pequeñas seguridades, de sus pequeñas esperanzas.

Pero atención, retahíla de prepotentes; no vayan ustedes a creer que los nuevos sometidos, los humillados, los condenados de la tierra, se resignarán mágicamente a su suerte y se doblegarán dócilmente ante su arbitrariedad. No sé cuándo ni cómo, pero mucho antes de lo que ustedes quieren y creen, sarta de miserables, en pos de la libertad y con todo lo aprendido a bordo, el navío de la revolución volverá a surcar la historia.