— XIX —

Una de las mayores desgracias que la catástrofe del socialismo trajo consigo fue, sin duda, sacar de la circulación el mayor acervo de chistes que haya producido jamás sociedad o época alguna. La cantidad y calidad de los chistes que se generaron y circularon en los países socialistas es inigualable. Aquella gente —y esto tiene que ver con esa felicidad y esa libertad intrínsecas de las que hablaba artículos atrás— sabía reír y reía con una frecuencia y un placer que no he vuelto a encontrar, ni siquiera en mi recuerdo del México de los años sesenta.

Ahora, me temo, las cosas deben haber cambiado. Alguien podría argüir razonablemente que de aquellos regímenes cualquiera hace chistes. Sin embargo, para reír no basta tener de qué, hay, además, que tener ganas. Y allá, entonces, tenían muchas ganas de reír, créame.

Hoy, de nuevo, sólo nos queda Cuba para mantener vigente ese tesoro incomparable de cientos, de miles, de chistes inmejorables, de todos los estilos, grados y matices que abarcan todos los aspectos del quehacer social, político y económico del socialismo. Sin embargo, ya no es lo mismo. Cuba se distinguió precisamente porque había muchos menos chistes que en el resto de los países socialistas. Eso quiere sin duda decir algo, pero no sé qué.

Para mí, tener que arrinconar los chistes socialistas es un verdadero drama. Poseía —poseo, vaya— una colección de varios cientos que era mi orgullo y que alguna vez fue incluso objeto de una sesuda tesis doctoral en la Sorbona. Ahora me veo obligado a guardarla melancólicamente en el cajón de los recuerdos, esperando que de vez en cuando aparezca un nostálgico que sepa apreciar alguna de las gemas que hay en ella.

Ninguna visión panorámica, ningún fresco del socialismo —aunque esta serie no haya pretendido serlo— puede dejar de mencionar el papel preponderante que jugaron los chistes en la vida cotidiana —y de la no tan cotidiana— de la sociedad civil —y no tan civil— del socialismo. Hace dos o tres años participé junto con Jan Pakula, Eduardo Montes y Adolfo Gilly, en una mesa redonda sobre el futuro del socialismo —ya ve el lector de qué poco teníamos que hablar— y decidí limitar mi exposición, ante el desconcierto y tal vez el desagrado de algunos de los comensales y asistentes, a contar una docena larga de chistes de y sobre el socialismo, a modo de homenaje a los hombres y mujeres que lo gozaron y sufrieron, y para quienes los chistes fueron durante tantos años la única posibilidad de expresión auténtica.

A este respecto, ¿sabe usted aquel que habla de la faraónica construcción del canal Danubio-Mar Negro, campo de trabajo forzado imitación del siniestro canal Volga-Dan de Stalin, que llevó a cabo el gobierno rumano de Gheorghiu-Dej, y en el que se obligó a trabajar a pico y pala a miles de prisioneros políticos? Pues bien, dice que el visitante pregunta al director del campo: “¿Qué delito cometieron los que están cavando la margen izquierda, disculpe?” “Contaron chistes políticos”, contesta lacónico el director. “¿Y los de la margen derecha?” “Son los que escucharon chistes políticos”. “¿Y los que cavan el lecho del canal, en el centro?” “Ah, esos están aquí por no participar en la vida política del país”.

Debo reconocer que al escribir estas líneas debí vencer la tentación de repetir la boutade, la travesura, de aquella mesa redonda y ponerme, sin más explicaciones, a transcribir chiste tras chiste, hasta donde diera la paciencia de don Gustavo Durán de Huerta. Sin embargo, el chiste —el buen chiste— no se deja escribir. Es una de las pocas manifestaciones de la cultura oral que sobrevive. Cultura oral y popular, porque a pesar de los intentos de numerosos cómicos y humoristas, también se resiste a ser comercializado. Uno solo quiero contar —uno más, quiero decir, porque, como quien no quiere la cosa, ya conté uno—. Y lo quiero contar porque ilustra, de aquella manera que sólo los chistes pueden hacerlo, la problemática del trabajo socialista de la que hablé el sábado anterior.

“¿Cómo son las mañanas —es la cuestión— de un obrero gringo, un obrero francés y un obrero rumano? El obrero gringo se levanta a las siete, sin hacer ruido para no despertar a su esposa que volvió tarde de una partida de bridge, pone dos huevos a freír y toma su Ford para dirigirse a trabajar a la fábrica en la que lo explotan. El obrero francés se levanta a las seis, sin hacer ruido para no despertar a su esposa que regresó tarde de una partouze, una orgía, pone dos huevos a hervir y toma su Citroen para irse a trabajar a la fábrica en la que lo explotan. El obrero rumano se levanta a las cinco de la mañana, sin hacer ruido para no despertar a su esposa que acaba de regresar del turno de noche, pone dos huevos en los calzoncillos y toma el tranvía 14 para irse a trabajar a la fábrica de la que es propietario”.

Sin comentarios. O un solo comentario: sanguinario. El buen chiste, por supuesto, habla por sí solo, no admite explicaciones. Dice Freud que el chiste del chiste está en la condensación. Un chiste es tanto mejor en la medida en que condensa, comprime, una idea compleja en una expresión simple.

No obstante déjeme proponer —contradiciéndome— tres lecturas del texto de este chiste. Sírvame de excusa el que, como dije antes, un chiste escrito no es un chiste.

a) ¿Qué quiere decir ser propietario? Ser propietario no es una condición formal o estatutaria. Es una cuestión dinámica: es propietario quien ejerce de propietario. Recuerdo que cuando tenía yo ocho o nueve años, los Reyes me trajeron una máquina de escribir, una verdadera máquina de escribir Hermes. Recuerdo cómo mi papá —que, no es necesario decirlo, casualmente no tenía máquina de escribir— me dijo que si se la prestaría. Yo accedí, por supuesto, un tanto desconcertado, pero de buena gana. Durante muchos años mi padre escribió todos sus artículos y su correspondencia en mi máquina de escribir. Eso es exactamente, con menos buena fe, lo que hizo el Estado socialista con sus súbditos proletarios. ¿De qué me sirve que la factura del coche esté a mi nombre si no soy yo el que decide quién, cuándo y cómo se usa? Es el dominio estricto de la demagogia.

b) El chiste establece la distancia entre las sociedades dominadas por los comunistas (Rumanía), aquellas en las que los comunistas tienen una influencia importante (Francia) y en la que están de hecho ausentes (Estados Unidos) y les atribuye “casualmente” niveles de riqueza cada vez mayores. El gran número de sociedades industrializadas en las que los partidos comunistas, a diferencia de Francia o Italia, nunca lograron dejar de tener una existencia meramente simbólica —el caso más sorprendente es quizás el de Gran Bretaña—, es uno de los misterios de la historia del socialismo que me temo quedará sin dilucidar. Es también, dicho sea de paso, una de las causas que se antoja centrales del naufragio. Hay otros chistes magníficos sobre esto, pero en fin, pasemos…

c) Los magros salarios —y el correspondiente deplorable nivel de vida— obedecen en parte a la pobreza del país —a la que no deja de ser ajeno el socialismo, todo sea dicho—, pero también a la determinación administrativa, burocrática, de la retribución del trabajo. Marx habla de “cantidad de trabajo”, pero queda también sin resolver cómo se mide esa “cantidad de trabajo”. La igualación arbitraria y autoritaria de los salarios entre los diferentes tipos y categorías de trabajo, paralela a la determinación igualmente arbitraria y autoritaria de los precios, tuvo siempre un efecto altamente desmoralizante, anticlilmático y produjo la artrosis social y económica, la virtual desaparición de toda dinámica social.

El chiste dice, por supuesto, mil cosas más. De hecho dice tantas cosas como escuchas tenga —esos de la margen derecha—. Y cuanto más se rían, más cosas les dirá. En su mordacidad, en su lucidez, en su desafío, el chiste es un emblema de la libertad. Hubo un tiempo, hace tan poco, en que la libertad se hizo risa.