Un berenjenal de trabajo

— XVIII —

No sé quién acuñó la expresión de “capitalismo monopolista de Estado” para referirse al sistema de los países que se autoproclaman —me temo que, en sentido estricto, hoy sólo Cuba nos impide hablar en pretérito— socialistas. Tal vez fue Ernst Mandel, el ilustre y belga teórico trotsquista.

El marxismo preconiza la desaparición de la propiedad privada sobre los medios de producción, es decir que desaparezcan los patrones y los asalariados. Sin embargo, excepto por Yugoslavia, en los países socialistas bajo el modelo soviético —es decir, todos los demás— esta desaparición de la propiedad privada se interpretó de una manera a todas luces discutible. En lo relativo a los patrones, debemos reconocer que desaparecieron casi todos. De hecho quedó uno: el Estado. En cuanto a los asalariados, no sólo no desaparecieron sino que se multiplicaron hasta abarcar prácticamente todo el conjunto social —nada más escaparon a la proletarización algunos sectores cooperativistas, sobre todo en el campo—.

En efecto, el Estado, al arrogarse —como todos los Estados— la representación de la sociedad, se considera legitimado para ejercer la gestión de los bienes sociales, es decir, en el caso de los países socialistas, todos. Así, contrata, despide, fija precios y salarios, nombra administradores, gerentes y directores. Todo lo que hace un patrón, en suma. A diferencia, sin embargo, de los capitalistas, no cuenta con el criterio esencial para evaluar su gestión: la ganancia. De esta manera, las empresas socialistas pueden encontrarse —y de hecho un gran número se encuentran— en ese paradójico y desconcertante estado de “quiebra permanente”. Y no pasa nada o, mejor dicho, pasa lo que pasa.

Por otro lado, y por si fuera poco, el Estado, único protagonista del proceso económico, tiene que jugar todos los papeles de la historia.

Es el vendedor y su propio comprador, el deudor y el acreedor. Como esos pobres niños ricos que son hijos únicos y, encerrados en el cuarto de los juguetes, tienen que personificar a todos los personajes: tan pronto son la mamá que regaña amenazadora ,como, cambiando rápidamente de voz y de postura, se convierte en el niño regañado que llora y pide perdón.

El resultado —uno de los resultados— es que los trabajadores socialistas venden su trabajo al patrón-Estado a cambio de un salario, como en el capitalismo. Y son productores de plusvalía —en fin, se pretende que sean productores de plusvalía— exactamente igual que en el capitalismo. Lo que Marx llamaba el trabajo enajenado. Sólo que en el socialismo el patrón es un ente kafkiano, abstracto, inasible, y por lo tanto el trabajo enajenado lo es por partida doble. Frente a la enajenación del trabajo, el mismo Marx planteaba que la única oportunidad de emancipación se encontraba en la conciencia de clase. Pero tener conciencia de clase, cuando no hay clases, es más bien difícil…

Recuerdo la plática que poco después de mi llegada a Rumanía tuvimos un grupo de refugiados políticos de distintos países con un alto cuadro del PCR. Se trataba un poco de darnos la bienvenida y de explicarnos, de eslogan en eslogan, qué era y cómo estaban las cosas en el país que nos acogía. Entre cita de Ceausescu y cita de Ceausescu, nos dijo que el partido era la vanguardia del proletariado y que, desde la revolución, el Estado y el gobierno eran dirigidos por ese mismo partido. Todo era miel sobre hojuelas, todo iba a pedir de boca, hasta que nos dijo que en Rumanía se respetaban los derechos de los trabajadores, que había sindicatos y todos los obreros estaban sindicalizados. Fue entonces cuando uno de los invitados interrumpió con el fin de preguntar tímidamente para qué servían los sindicatos. “Pues para defender l os derechos de los trabajadores”, contestó el funcionario, paternal y seguro de sí mismo. “¿Y de quién los tienen que defender?”, dejó caer, como una bola de boliche sobre una mesa de cristal, el interlocutor. El aplomo del buen hombre se esfumó como si despertara de
un profundo estado de hipnosis. La tez pálida y la mirada extraviada, agitaba
las manos sin saber qué sentido dar a sus gestos. Desgraciadamente no puedo reproducir la respuesta del pobre hombre. Tartamudeó un verdadero galimatías incomprensible en el que se entremezclaban la clase, el pueblo, el antiguo régimen burgués, el futuro luminoso, la convicción inquebrantable, el nuevo orden internacional y, por supuesto, Ceausescu.

Mi primer sentimiento fue de vergüenza ajena, pero muy poco después se transformó en propia. Yo mismo, como comunista, no hubiera sabido cómo salir del embrollo. La primera respuesta que se impone y se antoja obvia consiste en conceder que en verdad los sindicatos no tienen lugar en una sociedad sin clases. Pero tal respuesta es impensable en un funcionario del Estado socialista porque abre el camino al cuestionamiento de la función del partido y de la del propio Estado.

Esta anécdota, por lo tanto, no revela tanto la torpeza de aquel burócrata como la agobiante confusión reinante y la complejidad de los problemas que los países socialistas tuvieron que afrontar —y a los que tendrán que enfrentarse los futuros proyectos de sociedades igualitarias—.

Hablando de sindicatos, desde México no es difícil hacerse una idea, si no de las soluciones, sí de la naturaleza de los respectivos problemas —de todos modos, para encontrar la solución primero es necesario encontrar el problema, identificarlo, reconocerlo—. Sobre todo si ha tenido usted la dicha de trabajar en una empresa estatal, paraestatal o paraparaestatal, ya sea una industria, una compañía de servicios o una universidad.

En ellas, es sabido, tanto la administración como los sindicatos respecti-
vos están controlados, de distintas maneras y con distintos matices, por el Estado. De hecho, también es sabido, el sindicato ejerce numerosas funcio-
nes patronales —otorga nombramientos, negocia despidos, administra re-
clasificaciones, etc.— y se convierte en una especie de codirección, en connivencia, en una especie de “oposición cómplice” con los administradores.

La mayoría de esos sindicatos, creados en luchas prolongadas y muchas veces heroicas, en defensa de los intereses de los trabajadores se han vuelto hoy instancias del poder, mediatizadores de las auténticas reivindicaciones de la clase obrera, defensores no del trabajador, sino de los zánganos, los “transas”, los “grillos” y los incompetentes. Esos sindicatos, convertidos en verdaderas estructuras corruptas y corporativas —en inglés syndicate quiere decir mafia— son también el naufragio.

Si usted es de quienes se desesperan cuando ve cómo funcionan —o cómo no funcionan— las cosas, los teléfonos, los transportes, la administración, en la paraestatal más cercana a su corazón, imagine ahora una paraestatal tan grande como el país mismo, imagine su gran sindicato correspondiente y considere la magnitud del problema. Eso es un país socialista.

La cuestión estriba en cómo salir de ese berenjenal, cómo romper esa dinámica del “yo hago como que trabajo y ellos hacen como que me pagan”, lema de los antitrabajadores de aquí y de allá. Y romperla sin recurrir a métodos fascistoides y thatcheristas. Todo un desafío.