— XVII —
Si usted está entre quienes prefieren creer que la renuncia de Mijail Gorbachov precisamente el día de Navidad es pura coincidencia, allá usted. No es necesario que le diga que está en todo su derecho. Yo por mi parte prefiero —no sé si realmente lo prefiero, pero en todo caso no lo puedo evitar, así que da igual— seguir en la onda paranoica que ya expuse en estas mismas páginas unos meses atrás y sostener, con toda la convicción y vehemencia que da el no tener como soporte sino cierto instinto, que todo esto es nada más una potemkiniada, una gran puesta en escena.
Gorbachov mismo no, pues hizo todo lo que pudo y no pudo para caerle bien a los gringos, ingleses y alemanes —es decir, a los más reaccionarios de los gringos, ingleses y alemanes, que ya es decir—. De hecho, deberá usted concederme, si Gorbachov no hubiera sido más que, no ya un simple agente, sino un sutil androide, un Terminator —nunca mejor empleado el término, reconózcalo— elaborado en los talleres de la CIA, difícilmente hubiera rendido mejores servicios a los intereses de Occidente y del Capital, y si no lea un poco los elogios apasionados y empalagosos de que lo hacen objeto en estos días personajes tan poco ambiguos como la Thatcher o el propio Bush.
Así pues, Gorbachov mismo no, pero no me negará usted que la figura de presidente del Soviet Supremo de la URSS era la encarnación misma de Lucifer. Por lo menos cuatro generaciones de wasps (“white, anglosaxon, protestant”) y de otros con otras iniciales, N, L, C… construyeron ese paradigma de todos los males que era el comunismo y —ni qué decirlo— del jefe de los comunistas, el zar rojo. Cuántas leyendas, cuántas tesis sesudas, cuántas películas, cuántas homilías y sermones, cuántos cuentos para no dormir a los niños, no se tejieron en torno de ese personaje terrorífico. ¡Cuánto le deben todos aquellos que gracias a él y a todo lo que él representaba pudieron sentirse más buenos y más cristianos!
De modo que eso del anticristo que se esfuma en un puf con olor a azufre precisamente el día de Navidad sólo puede ser una afortunada coincidencia. Demasiado afortunada, conceda usted. Toda una pastorela, vaya.
Yo seré un paranoico y un ardido, pero por lo menos admita usted que mi paranoia encuentra sin dificultad de dónde alimentarse. Desde la misteriosa —cada vez menos misteriosa— muerte de Juan Pablo I y la casual e inocente designación de un papa polaco —el primero no italiano en siglos—, amigo de Walesa, hasta el “coscorrón de Estado” —no insistirá usted en llamarlo “golpe”, espero— de hace unas semanas, pasando por la ejecución de Belcebú/Ceausescu hace dos años —¡mire usted por dónde, también en Navidad!, otra amable casualidad—, todo se ha ido sucediendo de manera sistemática, vertiginosa y extraña. Sistemática, déjeme decírselo, como si obedeciera a un guion. Vertiginosa, porque entre un acontecimiento y otro, entre una escena y otra —usted lo ha sufrido como yo— sólo había tiempo para los comerciales, como en un partido de futbol americano. Y rara, extraña, porque todo ha sucedido, sobre todo al final, de manera expedita, gratuita, inexplicable, como si el guión fuese el de una obra de títeres, sin dinámica social, sin política, en el sentido estricto.
Si al principio —el principio del fin, hace tan sólo tres años— había manifestaciones en las calles, debates acalorados en los parlamentos, declaraciones y contradeclaraciones, en estas últimas semanas los sucesos se precipitaron como en una telenovela a la que se le acaba el presupuesto.
Y en este punto permítame acotar algo. Tres fenómenos se han confundido —no digo que usted los haya confundido— y, aunque directamente interrelacionados, conviene considerarlos como diferentes. Uno es el naufragio del comunismo, del pensamiento marista. Este se produce con bastante anterioridad a los otros dos. Yo lo fijaría, por fijarlo en un momento, en los años sesenta: China, Checoslovaquia, el movimiento estudiantil. Otro, el derrumbe del Estado socialista, el fracaso —o la derrota, en fin— de la sociedad sin propiedad privada, y que estamos presenciando en estos mismísimos días. Y el tercero, la liberación de los países sometidos al imperio ruso, como efecto —o tal vez causa— del anterior.
Recordaba esto porque, si bien hubo en verdad movilizaciones, actos —en el sentido lacantiano— políticos y sociales, fundamentalmente de liberación nacional, en la periferia del imperio, precisamente en los países sometidos —que corresponden al tercero de los fenómenos mencionados en el párrafo anterior—, en el corazón de la URSS, en Rusia, todo pasó sin que pasara nada. Es decir, en el segundo de esos fenómenos que no es el mismo que el tercero, perdóneme que insista, el Estado soviético y, un poco antes, el Partido Comunista, fueron borrados del mapa sin la participación de la gente. Ni siquiera la famosa parodia de golpe que mencioné antes logró conmover mayormente a los ciudadanos rusos. Hubo una manifestación, sí, que las cámaras de la CNN trataron inútilmente de hacer parecer multitudinaria, pero hasta ahí. También son loables los esfuerzos de ECO para entrevistar a amas de casa rusas descontentas —que no dudo que lo estén, entiéndame—, pero de ahí a la turbulencia social que justificara la desaparición del Estado soviético, hay una distancia considerable nunca cubierta. Es cierto, no hubo grandes manifestaciones, comentarios ni agrupamientos en defensa del régimen socialista, pero tampoco, escúcheme usted, en contra. Fue una operación de palacio. Nunca comedia alguna tuvo tan pocos actores y tanto público.
Pero yo lo que quiero es seguir hablando del socialismo, como en las dos últimas semanas, y todo esto no es más que un pretexto, una ilustración. Una magnífica ilustración. No intento decir, entiéndame bien, que la causa del naufragio radique en esta “grilla” monumental. Hace 17 semanas que le doy vueltas aquí a la trágica condición del socialismo. Si la gran maquinación que acaba con la URSS tuvo éxito es sólo porque el proyecto socialista y el proyecto soviético habían ya sucumbido, corroídos por su propia dinámica.
Pero si esta operación habla del socialismo y pone en evidencia que algo estaba podrido en él, también habla del capitalismo y confirma, con tanta o más contundencia, que algo mucho más esencial, mucho más medular, está podrido en el capitalismo.
En los artículos anteriores escribí de cómo el capitalismo legitima la explotación. Es el dominio del uso de unos hombres por otros. Hoy quiero terminar recordando que esa utilización del soma, de la fuerza de trabajo del otro, ha ido llevando a la utilización de su psique, de su conciencia y su inconsciencia. El capitalismo ha puesto en marcha una maquinaria de manipulación, condicionamiento y control de opinión escalofriante que hace de Maquiavelo uno más de los hermanos Grimm. La política capitalista —y en el capitalismo la política lo contamina todo— es el reino de la mentira, el engaño y la simulación. Desde el poder y desde la oposición. En la democracia —sobre todo en la democracia— y en la dictadura.
Tampoco trato de decir que en el socialismo no haya habido demagogia, por supuesto. No cantaban —ni cantan— nada mal las rancheras. Pero era inocua, prácticamente inofensiva. Y no debido a cierta torpeza específica de los demagogos del socialismo. No. Algo inherente al sistema, algo estructural —ya he tratado de decirlo aquí— la hace inoperante, marginal.
Hoy, el capitalismo —tal vez no tanto en el siglo XIX— es la hipocresía. La sociedad del espectáculo. Todo el poder a los grillos.
A los casi 70 años —una vida de hombre— la Unión Soviética encuentra su fin, enredada en una intriga teatral. Lo lamentable, créame usted, es que es un teatro infame.