Ética, dinero, revolución

—XVI —

La revolución —al menos la socialista— no quiere que los pobres vivan mejor. No quiere que los pobres sean menos pobres y los ricos menos ricos. En todo caso, no en primer lugar.

Ese asunto de la revolución no es económico ni político ni social ni legal, sino ético, moral. La revolución pretende corregir un orden social inmoral. Como consecuencia de este cambio de tanta importancia, sin duda alguna se producirán otros, como de los que hablo al principio, económicos, sociales y políticos, pero sólo después.

Quien se enrola en las filas de la revolución, el que se hace revolucionario no lo hace por egoísmo, “para salir de pobre”, pensando en todo lo que obtendrá de la revolución. El revolucionario no es un mercenario —aunque haya mercenarios que se hagan pasar por revolucionarios—. La revolución es un acto generoso y el revolucionario un idealista, un romántico. No es la miseria ni la desesperación las que hacen a los revolucionarios, sino la indignación. La revolución la hacen los enojados.

Esto explica tal vez la existencia de tal número de revolucionarios notables de extracción burguesa que no podían esperar ningún beneficio material del triunfo revolucionario.

La revolución es una revuelta ética y no un reajuste del ordenamiento social, a pesar de que muchos confundan sistemáticamente una cosa con la otra. La distancia entre ambas es la que media entre el revolucionario y el reformista. Haber olvidado esa grandeza, esa carga de desprendimiento y entrega y haber reducido la revolución a un proceso mezquino, estrecho y franciscano de alivio de las tensiones sociales, de promoción de la marginalidad y de “horizontalización” del bienestar, es probablemente una de las causas del naufragio, cuya responsabilidad recae sobre las direcciones partidistas, estatalizadas en el este y electoralista en el oeste, burocratizadas unas y otras.

Así pues, lo que está en juego en la génesis, desarrollo y desenlace del proceso revolucionario es de orden ético. Antes de llegar a una formulación ideológica o política, la revolución se gesta en una determinada concepción ética, o sea en una cierta lectura de la realidad y en la determinación axiológica de aquello que se rechaza, de aquello que se considera injusto, inaceptable.

Para una determinada constelación de valores morales, por lo tanto, hay una determinada reivindicación revolucionaria, impensable en otra escala de valores.

Hace muchos años conocí en Bucarest a un legendario comunista brasileño, Manuel Bezerra, camarada inseparable de aquel Caballero de la Esperanza. El venerable luchador nos contó —en un portugués adorable que sólo él podía pretender que era español y que sólo gracias a su lentitud pedagógica pudimos entender— a Joel Ortega, a Liberato Terán y a mí, las dificultades a las que se había enfrentado en sus años de agitador entre los campesinos: “Chegábamos com los compeneses e os dizíamos: La terra e de quem la trabalha. Nao, respondiam, e del patrao. Nos inzistiamos: nao, e del patrao, rao. É como o sol ou o ar. Nao e de nadie. Si vocé trabalha lá, entao los frutos de la terra sao seus. Assim deve ser. Se vocé trabalha lá, vocé e el patrao. Não, eles disseram, gostaríamos, más não podemos, somos pobres, não sabemos ler. O chefe é rico, mora na cidade, tem muitos livros. Ele é o patrono da terra”.

Los campesinos brasileños —aquellos campesinos al menos— no poseían por lo tanto el cuadro ético en el que la revolución fuera posible. No estaban enojados. No se consideraban víctimas de una injusticia sino, en el peor de los casos, de la mala suerte —el “azar” en portugués—. “La tierra es de quien la trabaja” o “tierra y libertad” son, antes de cualquier otra cosa, principios y consignas morales.

En la axiología del marxismo la injusticia capital es el capital. El capitalismo se basa en la propiedad del trabajo ajeno. Por medio, como lo recordaba la semana pasada, del trabajo asalariado, y de ese concepto oscuro que es la “inversión”, o sea el dinero que produce dinero.

La economía es un laberinto en el que nunca Ariadna alguna me prestó su madeja. Hace años que sospecho que no existe tal madeja. Sin embargo, en medio de esa confusión, el axioma marxista de que el dinero no es sino una representación simbólica del trabajo, me parece de una transparencia meridiana y cautivante.

Para los socialistas el dinero no es más que una medida de la riqueza y esa riqueza el conjunto de bienes materiales, el producto del trabajo de los hombres. Así, en su teoría del valor, Marx postula que la “cantidad de trabajo” depositada en cada objeto determina su valor. Por lo tanto cuando el patrón paga al asalariado no le retribuye íntegro el valor de su trabajo sino que le sustrae su propia “ganancia”, la plusvalía, que no corresponde sino a su privilegio como propietario.

No es mi intención, ¡Marx me libre!, hacer aquí un poco de divulgación del marxismo. Quiero tan sólo poner de relieve esta característica esencial del capital: si la inversión “produce”, si existen los créditos, si el dinero “crece”, mediante las casas de bolsa o en la especulación o en las inversiones directas, en el comercio, en la industria o en la administración, es porque en alguna parte de ese proceso complejo, de manera más o menos indirecta, alguien se está quedando con el trabajo de alguien.

La bolsa, y con ello todo el sistema financiero del capitalismo, es una especie de casino en el que lo que uno gana lo pierden otros, sujetos a cierta forma característica del azar. Si no fuera más que esto, sería hasta bonito. Lo intolerable consiste en que el juego se hace con fichas ajenas, con la riqueza producida por los trabajadores que no tienen vela alguna en ese entierro, o mejor, copa alguna en el festín.

Los propietarios primero se apropian y luego juegan con el trabajo de los productores.

Todo el galimatías econométrico de las tasas, los aranceles, la inflación, la recesión, la balanza, el déficit, el crédito, el sector público, el debe, el haber y el puede que haya, no pueden ocultar ese hecho simple, básico e intolerable. Éticamente intolerable.

La apuesta, hablando de casinos, es si, a pesar de eso, la demagogia y la televisión, el poder y la represión, ya nos convirtieron a todos en campesinos brasileños.