Pervivencia del capitalismo

— XV —

¿Habrá acaso quien piensa que la derrota de la revolución socialista se debe a que el capitalismo logró superar las contradicciones que dieron origen a esa revolución? Lo dudo. Ya he dicho en estas mismas páginas que el movimiento revolucionario naufraga víctima de los propios revolucionarios, de su propia dinámica.

La condición esencial del capitalismo y que genera, desde la primera mitad del siglo pasado, el levantamiento de socialistas, comunistas y anarquistas en contra del orden social y económico imperante, conserva hoy, ciento cincuenta a ños después, toda su vigencia: la apropiación del trabajo ajeno.

Como lo han dicho y repetido, de todas las maneras y en todos los tonos, los pensadores socialistas en este siglo y medio, la propiedad privada sobre los medios de producción y el concepto de trabajo asalariado que le es consubstancial representan una forma sublimada del esclavismo. Sólo una mutación en las primitivas formas de dominio de unos sobre otros. Ese dominio se ejerce hoy con tanta violencia —y en varios aspectos de manera aún más descarnada como en el siglo pasado.

El concepto de explotación, y con él la explotación misma, no ha retrocedido un ápice en su contenido medular. Ciertamente esa explotación ha mudado la faz, ha limado sus aristas más cortantes, pero sólo con el propósito de ejercerse con más eficiencia.

Hoy ya no existen aquellos mineros ingleses del Germinal de Zola, o de La Ciudadela de Cronin, obligados a trabajar hasta el desfallecimiento en condiciones infrahumanas, enterrados doce horas diarias, la mitad de su vida; con permiso para resucitar y salir a la superficie a respirar, comer, fornicar, beber, dormir y morir, todo rápido y de la peor manera, la única que permite el salario miserable, el estrictamente necesario para la conservación y recuperación de la fuerza de trabajo.

En fin, cuando digo que ya no existen, quiero decir que así ya no existen mineros ingleses. Pero en prácticamente las mismas condiciones hoy los hay sudafricanos, bolivianos y mexicanos. Y en buena medida en la propia Inglaterra aún los hay, sólo que son turcos, hindúes o árabes.

Ciertamente las relaciones de explotación se han desplazado. Si el escenario del enfrentamiento entre poseedores y desposeídos, al menos en el argumento de la revolución socialista, se limitaba en el siglo pasado a los países industrializados de Europa y del norte de Norteamérica, hoy una buena parte de los trabajadores de esos países han sido sustituidos por un nuevo protagonista del proceso productivo, un nuevo personaje del viejo drama: los pobres de los países pobres, el nuevo proletariado explotado tanto en su condición de inmigrante en las propias metrópolis como en las empresas con sucursales instaladas en sus países de origen. Según la naturaleza específica de cada proceso productivo y en función de un solo criterio: el beneficio máximo. El beneficio de los propietarios, por supuesto. Es decir, en función de una explotación mucho más eficaz y eficiente.

El capital y sus instrumentos, el Estado en primer lugar, lograron, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, neutralizar casi del todo el poder de la lucha de su propia clase obrera. Los obreros de los países industrializados eran los que habían desarrollado, a lo largo de generaciones y de un combate tras otro, una reivindicación conquistada por diez frustradas, ese combustible de la revolución: la conciencia de clase. La clase obrera europea y gringa de finales del siglo pasado y principios de este era extraordinariamente combativa. No se trataba de una broma. Y los patrones tuvieron que recurrir a mil piruetas y a no pocas concesiones para mantener la maquinaria en funcionamiento.

¿Qué quiere decir —tal vez tendría que decir “quería decir”— la conciencia de clase? Quiere decir, en primer lugar, querer la condición de obrero, no querer dejar de ser obrero. Por lo tanto, buscar soluciones colectivas, avances colectivos. Y quiere decir, además, luchar por la emancipación —me produce una extraña sensación utilizar estos términos, que paradójicamente, a pesar de su vigencia indiscutible, suenan ya antediluvianos—, por conquistar la propiedad, la soberanía sobre el propio trabajo —y la propia vida, de paso—, sin renunciar a la propia condición.

Los “nuevos proletarios” de nuestros países, tanto los que se quedan como los que se van, no la poseen. Para ellos la condición de obreros es detestable y, si son optimistas, pasajera. Aspiran a soluciones individuales y dentro del orden establecido: la combi, el puesto en el tianguis o el tallercito propio. Su disposición de combate, en tanto obreros, es muy reducida y, sobre todo, prácticamente limitada a las reivindicaciones salariales.

Fueron cuatro los elementos que los propietarios utilizaron en la mediatización de esa clase obrera del norte:

1) El desclasamiento mediante la tecnificación del proceso industrial, gracias a los “progresos” tecnológicos y automatizadores —el paso paulatino y, sin embargo, masivo de la condición de blue collars a la de white collars, en lenguaje de Wrigth Mills—.

2) La manipulación ideológica, por medio de la influencia abrumadora de los mass media y, gracias de nuevo a esos resultados tecnológicos, la elevación real del nivel de vida del obrero y su inmersión en el circuito espiral de la sociedad de consumo —del pequeño consumo— y los valores que le son propios.

3) El ejemplo negativo y desmoralizante que representaban, casi desde todos los puntos de vista, las revoluciones triunfantes, que nunca fueron modelo ni aliciente, sino todo lo contrario y,

4) El surgimiento de ese nuevo proletariado del sur del que hablé antes y de la presión incontenible que representa sobre el precio de la mano de obra y sobre la sumisión a las condiciones draconianas de trabajo.

La vieja clase obrera que no se disolvió, se replegó.

Y sin embargo, nada ha sido resuelto. La explotación, y con ella la injusticia, y con ella la tensión, están ahí. Como siempre. La historia no se ha detenido. La última palabra —si hay una última palabra— está, no se hagan ilusiones, por decir.