— XIV —
En otra ocasión conté, en este mismo espacio y ya no sé a propósito de qué, la fábula de los dos hombres encerrados. Hoy, al seguir hablando de la gente del socialismo real, considero oportuno repetirla.
Así pues, en una cabaña se encuentra un hombre. Las ventanas están sólidamente enrejadas y la puerta custodiada por un gendarme armado hasta los dientes. Por alguna extraña circunstancia podemos entrar en la cabaña y hablar con quien se encuentra encerrado. “Ven, salgamos”, le decimos. “Vamos a pasear. Veremos las tiernas colinas y cómo los bosques se vuelven ocres. Veremos a los hombres y a las mujeres que regresan del mercado, los oiremos cantar y nos darán un trago de vino nuevo”.
¡Ah, cómo me gustaría! —nos contesta melancólico y con la mirada ilusionada— ¡pero ni pensarlo!, no me dejan salir. ¿Ya viste al energúmeno de la entrada? No hago sino soñar en el día en que podré salir de aquí.
En otra cabaña cercana también se encuentra encerrado un hombre. Sólo que esta vez no hay rejas ni guardianes. Nos acercamos y vemos que puertas y ventanas están cerradas a cal y canto. Tocamos y una voz hosca y cortante nos contesta del interior: “¿Qué desea? ¡Siga su camino sin molestar!” “Sólo queríamos invitarlo a dar un paseo —contestamos un poco intimidados—, los bosques están bellísimos y las colinas brillan con el atardecer, la gente…” “¡Pamplinas”, nos interrumpe. “Ni piense que le voy a abrir… nunca se sabe con los desconocidos. Y eso de pasear es peligroso y la historia esa de los bosques y las colinas, aburridísima… además… estoy cansado y… ¡no tengo ganas y ya! Lárguese antes de que le eche a los perros”. La moraleja casi sale sobrando: la libertad es, primero, interior.
La esclavitud no son las puertas que otros nos cierran sino las que nosotros mismos nos cerramos. La libertad no está en las puertas abiertas sino en el deseo de cruzarlas. ¿Cuál de los dos hombres de nuestra fábula es menos libre? ¿El primero, cuyas cadenas son exteriores, ajenas y conocidas o el segundo, en el que son interiores, propias y desconocidas? El primero es libre en la medida en que sabe su esclavitud; el segundo, en el que son interiores, propias y desconocidas? El primero es libre en la medida en que sabe su esclavitud; el segundo, esclavo, porque ignora la libertad.
Una pregunta cae por su propio peso y cuya respuesta está en el aire: ¿Esa libertad interior se da sólo cuando falta la exterior? ¿Será que estamos condenados a la opresión para que florezca el libre albedrío? O, en otras palabras, ¿existe una tercera cabaña de puertas y ventanas abiertas y de la que los moradores entran y salen alegremente? ¿O el hombre de la segunda cabaña es simplemente el de la primera después de que las rejas y el celador hayan desaparecido? En todo caso son las cuestiones de la revolución. La revolución apuesta a que esa tercera cabaña existe.
En fin, en uno o en el otro, el caso es que los rumanos habitaban, hasta hace tres años, en la segunda cabaña —y todos los ciudadanos de los países socialistas, matiz más, matiz menos, iguales en estos menesteres—. Los privilegiados que vivimos en naciones democráticas y capitalistas, también con ciertos matices, habitamos en la primera.
La conciencia, ya lo sabemos, es uno de los ingredientes fundamentales del materialismo y en particular del marxismo y los rumanos eran conscientes. Poseían una lucidez y un espíritu crítico a toda prueba. Críticos y solidarios. Eran un pueblo solidario. Solidario contra el gobierno. La solidaridad de los oprimidos frente al régimen opresor. Nunca he visto una demagogia más ineficaz que la del gobierno rumano. Abrumadora, pero que se estrellaba contra la perspicacia de cada súbdito, desde el leñador hasta el matemático, con casi la única exclusión de los oportunistas comprometidos con el aparato.
Nunca olvidaré las miradas de odio de quienes, formados en la cola para el camión, veían pasar el Mercedes del funcionario. Sabían y asumían que algo esencialmente injusto estaba en juego. En cambio, en nuestro país, así como en Francia o en Gabón, no. El que lava los parabrisas en el semáforo no considera que nada esté fuera de lugar. Sólo confía, humillado, en la generosidad del conductor.
Junto a esa solidaridad exógena, frente al opresor, hay una solidaridad endógena, entre iguales. Los rumanos son de una generosidad sin límites. Todo lo suyo es tuyo, sin demasiadas explicaciones. La gente se regala cosas, se presta dinero y se invita con una frecuencia aterradora, a pesar de —tal vez, gracias a— la austeridad obligada. Yo, como tantos otros, llevé siempre todo mi dinero en el bolsillo. Era rico dos días al mes y pobre los otros veintiocho y así estaba bien.
Son muchos los factores de esa alegría, lucidez y generosidad. Entre ellos están precisamente la pobreza y la opresión mismas. Las cosas cobran valor en ausencia. Y en la austeridad y desolación de la vida rumana ver un par de buenas cebollas es una alegría, fumar un cigarrillo gringo mientras se toma un café, una fiesta. Es el síndrome “la euforia del náufrago” y no es trivial. Algo de las profundidades de la condición humana está en juego en todo esto.
Pero las cosas no se agotan ahí. Van más allá. Estoy convencido, por ejemplo, de que esas actitudes también deben su florecimiento al papel jugado —o al no jugado— por el dinero en las relaciones entre los hombres. En Rumania descubrí, aunque suene a perogrullada, la inmensa e ineludible influencia que ejerce e dinero sobre cada uno de nosotros aunque parezca que no. A mí, al menos, me parecía que no.
En nuestros países, aunque la inmensa mayoría no tenemos “capital”, es decir dinero invertido, estamos contaminados por esa propiedad de la moneda —aunque sea en muy pequeñas cantidades—, por su calidad de “capital potencial”: hay algo totémico, simbólico, que crispa nuestra relación con el dinero y con sus poseedores, es decir, con todos.
Allá no. Y creo que esto es fundamentalmente marxista. Algo esencial sucede en la vida de los hombres cuando el dinero deja de ser capital. Cuando ya no permite comprar el trabajo de otro. Es decir, comprar al otro. La libertad gana terreno, pese a todo y pese a todos.
Quiero terminar la entrega de hoy con unos versos del gran Miguel Hernández, comunista que murió a tiempo y que el azar, Rafael Pérez Pascual y Tony Graham pusieron hoy en mis manos.
Porque dentro de la triste/ guirnalda del eslabón,/ del sabor a carcelero constante,/ y a paredón,/ y a precipicio en acecho,/ alto, alegre, libre soy./ Alto, alegre, libre, libre,/ sólo por amor./ No, no hay cárcel para el hombre./ No podrán atarme, no./ Este mundo de cadenas/ me es pequeño y exterior./ ¿Quién encierra una sonrisa?/ ¿Quién amuralla una voz?/ (…)/ Libre soy, siénteme libre./ Sólo por amor.
Fragmento de “Antes del odio”, del “Cancionero y romancero de ausencias. 1938-1941”.