— XII —
A la María Mercé.
No abarateixis el somni.
Freud nos mostró y nos demostró algo que los antiguos ya sabían y que los marxistas ignoraron: que el hombre no es unitario. Que el sujeto no es coherente. O dicho de otra manera, que la coherencia del sujeto está en la contradicción. Somos estructural e inevitablemente contradictorios. Queremos y rechazamos, simultáneamente, lo mismo. O bien, deseamos, simultáneamente, una cosa, un objeto y su contrario, antagónico e incompatible. Estamos irremisiblemente condenados a la insatisfacción. Cuando una parte en nosotros alcanza su objetivo lo hace siempre a pesar y a costa de otra.
Lacan, el brujo, el alquimista de la palabra, que se calló, ora sí de veras, hace diez años, llamó a esta condición la del sujeto escindido. Y lo que escinde al sujeto es precisa y paradójicamente lo mismo que la estructura (en esta tierra de Alicia ya nada debe sorprendernos): su deseo, su pasión.
El primer deseo en torno al cual el sujeto se estructura y se problematiza, es el deseo de la madre. El deseo de poseer a la madre. El complejo —en el sentido de constelación, de armazón— de Edipo, en su forma canónica, establece que el cachorro de hombre, hembra o macho, desea a la madre y teme al padre. Teme la represalia, el castigo que ejercerá el padre por ese deseo de la madre. No está ni en mis intenciones ni en mis posibilidades convencer al lector de la veracidad y de las implicaciones de este hecho tan distante del llamado sentido común.
No todo lo que contradice al sentido común es fundamental pero casi siempre lo fundamental es contrario al sentido común. Cuando esas dos líneas paralelas de Platón, la doxa, el saber intuitivo, y la episteme, el saber trabajado, dejan de serlo y se separan es cuando pasan cosas. En psicoanálisis, en física o en política. En cualquier caso todos hemos transitado por el complejo de Edipo y, de alguna manera, lo seguimos transitando. Cada quien lo ha resuelto, o intentado resolver, a su manera. De hecho el psicoanálisis postula que la historia individual de cada individuo, la ontogénesis, reproduce la historia social, la filogénesis. Así en la horda primitiva cada uno de los miembros masculinos desea a la mujer del jefe, el único que tiene el privilegio de cohabitar con las mujeres de su horda, y por lo tanto, su padre (en México es común llamar “jefe” al padre). Quiere matarlo para así poder ocupar su lugar y poder disfrutar de las mujeres, su madre, una especie de madre colectiva, que de otra manera le están vedadas. Konrad Lorenz en sus estudios de etología animal pone de manifiesto qué tan común es este esquema en las especies superiores (y en las no tan superiores). Esto no quiere decir que el miembro de la horda no valore el papel del jefe. Gracias al jefe la horda existe. Es él quien establece las reglas de convivencia y quien garantiza el sustento y la seguridad.
Y, por encima de todo, es el emblema de la horda quien le da nombre. No, el miembro de la horda, al jefe, lo respeta, lo admira, lo teme. En una palabra, lo quiere. Amor y odio conviven en él. Eros y Thanatos, esa amalgama, de tan común tan difícil de reconocer que llevó a Lacan a proponer su haineamourer, el “amorodio”.
En cada uno de nosotros vive un pequeño troglodita de aquellos que se debaten entre su ternura y su agresividad. Las cosas no serían tan complicadas si no existiera esa especie de velo, de censura, que desde nosotros mismos, en nombre de la “armonía” y la “coherencia” oculta, sin suprimir, ya sea una, ya sea otra, de esas tendencias.
Porque el hombre de las cavernas sí está en contra de ese jefe, no está en contra de la institución ni del orden que éste encarna. Si está en contra de la opresión es en la medida en que está oprimido. En el momento en que ya no lo esté, la opresión, para él en cuanto sujeto, dejará de ser un problema, dejará de ser deleznable.
El Estado moderno —¿hace falta decirlo?— heredero de aquel jefe es también una representación del padre. Una de sus personas. El Estado nos coarta, nos limita, nos reprime, pero también nos protege, nos da seguridad, nos identifica. Y, tal vez sobre todo, nos castiga. Un Estado fuerte es tranquilizante. Recuerdo desde mi infancia con cuánta ansia era esperada la muerte del dictador fascista español. Recuerdo los largos días de su agonía, cómo esperábamos pegados a las bocinas del radio, la noticia de que finalmente había reventado, preparados para la fiesta, con la euforia en posición de “listos”. Cuando por fin murió, sin embargo, la tal euforia no se produjo. Llegué a Cataluña en los primeros meses del posfranquismo y reinaba, más que alegría, una cierta sensación de desamparo. Recuerdo dos pintas que hablan por sí solas: una de derecha que decía: “Con Franco vivíamos mejor”. La de izquierda, en respuesta, rezaba: “Contra Franco vivíamos mejor”. Hoy, quince años después, me temo que los habitantes de los países hasta hace poco socialistas están viviendo, agravada, una experiencia similar.
La extraordinaria película de Fellini Prova d´Orquestra es una bellísima y perspicaz fábula sobre la confrontación entre libertad y seguridad. Los músicos contestatarios impugnan la figura del director hasta que una amenaza externa e incomprensible los devuelve a la sumisión.
En nuestro interior, en nuestro inconsciente, pues, cohabitan dos pulsiones contradictorias. La de libertad, que nos expande, nos lanza al mundo, nos llama al combate, al riesgo, nos pide romper con tutelas, cadenas y regazos; y la de seguridad, que nos comprime, nos invita al refugio, a la ternura, a la certeza. No es fácil, y no sólo no es fácil, no es posible renunciar a una de ellas en nombre de la otra. En la lucha entre ambas se escribe la historia de cada hombre, la historia de todos los hombres.
Mi entrañable Josep Dalmau, el padre (¡de nuevo el padre!) Dalmau me decía que hasta los guerrilleros vietnamitas después de una operación bélica, una incursión en terreno enemigo, volvían a la guarida, al calor y a la seguridad del refugio. No se puede prescindir del refugio. Y si el refugio hace posible el combate, la aventura; la justificación última del combate es precisamente defender el refugio.
Como todo hijo, los revolucionarios de todos los países y de todos los tiempos se han alzado contra el injusto padre-Estado. Y como todo hijo, emanciparse, al destituir al padre, han ocupado su lugar. Se han erigido ellos mismos un injusto padre-Estado. Como nuestro troglodita, se han limitado a un “quítate tú para ponerme yo”.
Y no se trata de eso. Evidentemente no se debe tratar de eso. Si en cada individuo su realización como sujeto pasa por un cierto “reacomodo” entre la conciencia y el inconsciente, la suerte de la revolución que es la suerte del hombre colectivo no pasa por el ocultamiento y el autoengaño, sino por cierta solución al encuentro, al nudo entre el querer, el poder, el deber y el temer, por cierto ajuste general de cuentas.