La revolución que vuelve

— XI —

La revolución, dice Lacan, es algo que gira, que da vueltas, como los discos o los motores. Que da la vuelta para regresar, tarde o temprano, a la misma posición. Después de tres cuartos de siglo de vicisitudes, la Revolución de Octubre parece haber desembocado en algo muy parecido, guerra más, guerra menos, al paisaje de 1910. Nadie se estiraría los cabellos si de plano se incubase alguna forma de neozarismo. La revolución socialista parece, efectivamente haber reproducido la opresión que había combatido y esto no ahora, como consecuencia de la derrota de los comunistas, sino hace cincuenta años, como consecuencia, precisamente, de su victoria.

Ese es el problema, el desafío, el nudo gordiano al que se enfrenta todo proyecto revolucionario: la reproducción. Esa tendencia invencible, esa inercia irresistible a reproducir, vestida distinto o no tan distinto, la misma estructura de injusticia, de opresión y de arbitrariedad contra la que se alzó. Y la reproduce en cada momento a su manera, antes, durante y después de la conquista del poder.

Nadie olvida ni olvidará en 1917, la revolución, el giro de la Revolución Francesa: la monarquía, los Estados generales, la asamblea, la Bastilla, la comuna, el terror, la convención, el directorio, el consulado y, finalmente, la restauración, el imperio. La Revolución Francesa es el paradigma, el arquetipo de todas las revoluciones posteriores: de todas las revoluciones, a secas, bien podemos decir. Y sin embargo, todos los revolucionarios hemos creído siempre, en un momento dado, que ese giro es evitable, que no lo reproduciremos, nosotros no.

Y sin embargo, la historia se repite una y otra vez. Hay una especie de deriva histórica, hay corrientes profundas que, tarde o temprano, con más o menos sobresaltos, reencaminan el rompimiento. Así, el socialismo ruso siempre fue, sobre todo con Stalin, una forma de zarismo. El socialismo chino una forma de mandarinismo, el “socialismo” (debería haber puesto las comillas antes, pero aquí son inevitables) árabe, una forma de califato. Y sería difícil negar el dejo que el socialismo cubano tiene de las dictaduras militares llamadas bananeras. De la Revolución Mexicana, del porfirismo y de la modernidad prefiero no hablar aquí.

En todo caso hay una persistencia de la historia que la revolución no logra romper. No parece haber solución de continuidad. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que la revolución, la socialista en particular, no tenga efectos. Los tiene y enormes (a veces sería mejor que tuviera menos). Lo que sucede es que esos efectos, su propia dinámica, no pueden dejar de inscribirse en un devenir esencial, modular, oculto y omnipresente que si no es del todo refractario al movimiento revolucionario parece sí ser altamente resistente.

Lo que se produce, de hecho, es un sorpresivo decalaje en el tiempo y una metamorfosis insólita. La Revolución Francesa acabó triunfando, a pesar de Napoleón, a pesar del duque de Orleans y a pesar de los prusianos. A aquellos que sostienen, desdeñosos, que “el marxismo pertenece al siglo XIX”, oportuno es recordarles que los valores de democracia y libre mercado que hoy campean triunfantes y orgullosos son precisamente los valores de la Asamblea Nacional del siglo XVIII. Bien podemos decir que hoy asistimos, 200 años después por boca de Bush y de Havel, de Gorbachov y de Menem, al triunfo definitivo y universal de la Revolución Francesa y sus valores, bajo una presentación paradójica y repulsiva tal vez, deformados por el tiempo implacable, pero inconfundibles.

Son muchos los fenómenos naturales que presentan esta distancia en el tiempo entre causa y efecto, entre estímulo y respuesta. Un hombre puede morir varios años después a causa de un acto de amor desafortunado: un olivo dará sus primeras aceitunas varias décadas después de haber sido sembrado. Son también muchísimos los ejemplos de esa especie de “hibernación revolucionaria” (como muchos son, sin duda, los de los movimientos que no llegaron nunca a fructificar) pero tal vez el más ilustrativo de todos es el de 1848.

En 1848 Europa se inflama. No hay conspiración internacional alguna (el marxismo está en pañales) ni coordinación de ningún tipo entre los sediciosos, pero como un solo hombre, los explotados, los esclavizados de Bucarest, Munchen, París o Milán se lanzan al unísono a las calles. Las reivindicaciones formales son distintas: la independencia nacional, el federalismo, la república, los derechos de los trabajadores, pero un solo espíritu anima la lucha: la presencia de los olvidados, el protagonismo de los marginados.

La gran y efímera sublevación fue ahogada en sangre: Rumania seguirá bajo la férula turca, el despotismo centralista del Kaiser parecerá incólume, la monarquía despótica versallesca más firme que nunca, los cinque giorni gloriosi se quedarán en eso, cinque giorni. Pero 20 o 30 años después, como quien no quiere la cosa, discreta pero definitivamente, aquellas reivindicaciones casi olvidadas se imponen. Rumania será independiente y Francia republicana ya para siempre más, Alemania se convertirá en el estado menos centralizado de Europa, y los sindicatos italianos conquistarán el lugar preponderante que aún hoy mantienen. Y por encima de todo eso, las masas entran a la historia y ocupan un papel que, para bien o para mal, ya nadie les arrebatará. El mundo ya no volverá a ser el mismo.

A lo mejor lo que pasa es que las revoluciones triunfan cuando ya no hay revolucionarios que las echen a perder.

La semana pasada dije que hoy escribiría sobre el inconsciente de los comunistas, pero por lo visto mi inconsciente me llevó por otro camino. No tengo más remedio que ofrecer disculpas y renovar mi intención para la semana que viene.