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En mis primeras lecturas del marxismo me desconcertaba y me incomodaba ese silencio que envolvía a lo que hoy llamamos Tercer Mundo. La realidad de los países pobres, de mi país, estaba ausente del todo en el análisis de Marx. Esa conciencia de clase, lúcida e inamovible, parecía quedarles bien a esos míticos mineros ingleses y a esos textilistas franceses, sindicalizados desde hacía tres generaciones, pero como que no acababa de cuadrar con esos vendedores ambulantes y con esos peones que hace sólo dos semanas aún trabajaban la tierra y que eran nuestros explotados.
El pensamiento revolucionario de Marx no lo fue tanto como para romper con la línea cultural de la civilización judaico-ateniense-germánica, que hoy llamamos occidental. De ahí su culto al trabajo y al progreso.
El eurocentrismo de Marx no conoce matices. Como si no existiese otro modelo cultural posible. Las escasas referencias que los marxistas hacen a los países asiáticos, africanos o indoamericanos son de dos tipos, que a fin de cuentas confluyen, o bien para ejemplificar las formas primitivas de organización humana —en el llamado modo asiático de producción o en las críticas a Morgan y a la antropología burguesa—, o bien para denunciar el colonialismo, no tanto como problema de los colonizados, sino como fenómeno de los colonizadores. En ambos casos no se les acuerda a esos países ninguna perspectiva dentro de su propio modelo cultural. Su realidad es cosa del pasado, nunca del futuro. El futuro es de los europeos. Progresar quiere decir parecerse lo más posible a Europa. Al norte de Europa, más exactamente.
El que la civilización industrial y la ideología del consumo no mostraran todavía en la segunda mitad del siglo XIX su faz más sombría, podría ser un atenuante, pero difícilmente una justificación de que la que se quiso una doctrina de liberación de los trabajadores, haya levantado un tal pedestal al trabajo, a la producción y a la productividad —comparable, si no mayor, al que erigió a la libertad— tanto más si consideramos que el carácter alienante del trabajo, de todo trabajo —no sólo del trabajo asalariado— ya había sido esgrimido por numerosos pensadores y luchadores, igualmente europeos e igualmente decimonónicos.
Son numerosos los marxistas que han denunciado lo que se bautizó como “proletculturismo”, es decir, el elogio exagerado, fuera de lugar, de las virtudes de “lo proletario” en sí. Me inquieta pensar que el marxismo es, medularmente, proletcultista. Proletario, en su etimología latina, significa el desposeído, el que no tiene otro bien que sus hijos, su “prole”. En la literatura marxista los proletarios son los trabajadores asalariados, los productores de plusvalía, los explotados. En todo caso hay una cierta contradicción cuando se habla de “dictadura del proletariado” o cuando se anuncia y se celebra, en el Manifiesto Comunista, el advenimiento del “mundo proletario”. ¿La revolución debía “proletarizar”, hacer de todos “proletarios” o, más bien, acabar con lo proletario, con la condición proletaria (la “proletaritud”, como la “esclavitud”), sean el trabajo asalariado y la explotación?
Hay algo profundo, estructural en ese respeto de Marx por el trabajo, y ese respeto lo rebasa. Procede, y en ella es igualmente estructural, de esa ideología capitalista, europea y capitalista que se propone combatir.
De Marx, para el que el trabajo está en el origen de todas las virtudes, al negrito del batey, para el que el trabajo lo hizo Dios como castigo, hay un abismo cultural que no se resuelve de un plumazo.
De lo que se trata aquí es de un lugar común, pero menos común de lo que parece: nadie puede escapar a su condición. A su condición de sujeto. Y la de Marx, ya lo he dicho, era, entre otras cosas, la de un judío alemán burgués de mediados del siglo pasado, y eso, también lo he dicho, no es cualquier cosa.
Cada quien ve el paisaje desde la colina en que está subido, dice el pensador occitano Robert Laffont. Y si la objetividad materialista afirma la realidad del objeto, no por ello debería negar la realidad del sujeto, subjetividad. De hecho Marx, al hablar del punto de vista burgués y del proletario ya está considerando la subjetividad de dos sujetos colectivos, la burguesía y el proletariado, pero al negar a aumentar el nivel de resolución y a aceptar la existencia de subjetividades más finas en el seno del proletariado, del movimiento revolucionario, lo está disecando, impidiéndole toda dinámica.
Esto me lleva a un punto central: el sujeto, la subjetividad, está determinado, se estructura en torno a un concepto central: el inconsciente. No puedo permitir caer en la tentación de definir lo que es el inconsciente. Debo confiar en que la palabra hable sola y suficiente. En todo caso Marx no lo conoció ni podía conocerlo: fue descubierto (¿inventado?) por Sigmund Freud 20 años después de su muerte. Tal vez Marx hubiera podido casar a esa hija que finalmente se le quedó para vestir santos, la “conciencia de clase”, con el inconsciente. Tal vez muchas cosas se habrían explicado; algunas, quizás habrían cambiado. Los intentos posteriores de Fromm o de Reich, no lo lograron.
Pero si Marx tiene el pretexto —buen pretexto— de haber muerto en 1888, no lo tienen tan bueno los comunistas del siglo XX. La ignorancia primero y la hostilidad después, con las que los marxistas trataron al psicoanálisis, el principal y más revolucionario aporte a la comprensión del hombre desde Marx, es difícil de entender y tiene, sin duda, causas varias. En todo caso el socialismo oficial, desde las almenas del Kremlin, le declaró una encarnizada guerra al psicoanálisis “burgués y subjetivo”. Es la paradoja de siempre: cuanto más revolucionaria es la vía por la que se llega al poder, más reaccionario y conservador es el gobierno que surge de ella.
Del inconsciente de los comunistas hablaré la semana próxima.