Robinson de aquel viaje

— IX —

Algunos de mis amigos, al leer esta serie de artículos, me han reprochado que sólo hay naufragio y no se ven los restos por ninguna parte. Que pareciera que me haya empecinado en hacer un minucioso y exhaustivo balance de los males del comunismo, tratando de hacer añicos con saña y hundir lo poco que hubiera podido quedar a flote. Hoy, cuando la serie, finalmente, se acerca a su fin, podría parecer que hubiera sido un mejor título “Las causas del naufragio” o algo por el estilo. En todo caso, al ir hilando las reflexiones sobre la experiencia comunista, muy probablemente me dejé llevar, de manera inconsciente, ya quedamos, por ese reflejo comunista por excelencia de la “autocrítica”; puse de relieve lo que se hunde para, así, destacar lo que flota. O dicho de otra manera, señalar, sugerir, en fin, cuál es el lastre que debemos soltar si queremos volver a navegar. En toda situación límite, en toda catástrofe, hay que pensar primero en lo peligroso, en lo nocivo, en aquello de lo que tenemos que librarnos, y después, sólo después, en lo útil, lo valioso, lo que tenemos que salvar.

Pero tome el lector todo lo que he dicho al respecto, y todo lo que aún me queda por decir, como una provocación, en el más noble de los sentidos que le pueda otorgar a la palabra de un pie forzado a la reflexión. “…provocar nuevos actos”, como dice en su estremecedor Estamos tocando el fondo el ilustre náufrago, víctima de este reflujo que no quiere cesar, Gabriel Celaya.

No se trata de seguir, heroicos y necios, repitiendo las mismas y gastadas, hoy ya grotescas, consignas de hace cincuenta años, haciendo alarde de una congruencia y firmeza revolucionarias a toda prueba, demostrando a los cuatro vientos que las derrotas nos hacen lo que el ídem a Juárez. No se trata de morir con el puño al aire manteniendo, en nombre de esa coherencia, las mismas actitudes que, precisamente nos llevaron al desastre.

Tampoco se trata de irnos a las casas, a refugiarnos en nuestras soledades compartidas, tratando de convencer y convencernos de que todo no fue sino una tontería, un juego en el mejor de los casos. Y echar en cara, con un encogimiento malhumorado de hombros: ¿Ser libres…?, al fin que ni queríamos.

Pero tampoco se trata de convertir la revolución en lo que no es, en lo contrario de lo que es. Arremangando, estirando, cosiendo, cortando y desgarrando. Tratando de ventilar con ella nuestro desencanto o nuestra pequeña ambición. Maquillándola de “modernidad” o de “lucha por la democracia”, o de mil ingenios más, y mediante un hábil, o burdo, juego de manos, querernos hacer pasar esa trinchera por aquella otra, aunque a veces esté de plano enfrente.

Aquí se trata, nada más, como lo dije en el primero de los artículos de la serie, de romper el fuego de un debate pendiente, incomprensiblemente en suspenso; de un debate inaplazable entre todos aquellos que consideramos que la revolución volverá a hacer camino. Que las actuales horas bajas no son sino un meandro de la historia. Que somos víctimas de ese reflujo en buena medida provocado por nosotros mismos y que tarde o temprano, de una manera u otra, volverá la pleamar y estaría bien que nos encontrara mejor pertrechados.

No quiero terminar este primer conjunto de proposiciones sin adoptar también la otra visión: la positiva, la constructiva, la optimista, por llamarla de alguna manera. Quiero escribir desde la perspectiva que da título a la serie. Como si de una composición musical se tratara, quiero iniciar un segundo movimiento, cambiar de tiempo, de adagio y andante, y pasar del tono menor al mayor. Quiero hablar de nuestra herencia revolucionaria, de lo que el comunismo nos legó y pervivió al naufragio. Quiero regodearme, decir explícitamente, con todas sus letras, lo que sobrevivió al desastre, aunque a veces —no siempre— ya lo sepamos, ya lo hayamos dicho y oído más de la cuenta. Voy ahora, Robinson de aquel viaje, a proponer un primer recuento de bienes. De aquello que deberá permitirnos sobrevivir en tierra inhóspita mientras la historia, en alguna de sus nuevas rutas, nos rescata.

Antes que nada, dejar bien claro lo que ya apunté de pasada uno o dos párrafos antes: el derrumbe del comunismo —y en particular el de los Esta-
dos socialistas— es obra, en primer lugar, de los propios comunistas. Y no me refiero a los “comunistas de carnet”, apparátchiks, burócratas y oportunistas de toda laya que florecieron allende la cortina de hierro —también aquende, en menor medida—, como florecen siempre en torno del poder, en torno de cualquier poder, hasta que acaban por coparlo y corromperlo del todo. No, me refiero a los comunistas de deveras, a los millones de luchadores por la libertad en el mundo entero, a los habitados por ese sueño exaltante de libertad y fraternidad y que se supieron entregar a él. Fueron ellos quienes dictaron la sentencia de muerte de su propia obra, de su propia creación, al constatar, lúcidos y anonadados, que se negaba a sí misma. Fueron los románticos, los idealistas y los soñadores quienes vieron cómo la criatura se volvía contra su propio ideal, contra su propio sueño, y decidieron ponerle fin. Como el pintor que rasga la tela.

Que le haga provecho su falso, su desafinado canto de victoria a todos los Bush y a todos los Kohl. A todos los fariseos, mezquinos reaccionarios, defensores de la democracia, los valores de Occidente y el libre mercado. Que cacareen tanto como puedan los Paz y los Zabludovsky. No son los buitres carroñeros los que los que matan al león, por más que graznen y batan sus alas infames mientras se nutren de sus despojos.

Fueron los dos, fueron los tres, fueron los mil veintitrés. Fueron los comunistas, militantes de base de cada partido, de cada organización, quienes se opusieron desde hace muchos años, desde el principio, a la tiranía y a la arbitrariedad de las direcciones burocratizadas y oportunistas —que no eran todos, pero casi—, fueron ellos siempre los primeros en denunciar lo que sucedía en los Estados socialistas y en combatirlo. Y a muchos les costó
la vida.

Fueron los comunistas los que se entregaron a ese otro combate, simultáneo y mucho más difícil y áspero que contra el capitalismo y la burguesía: contra quienes se decían sus propios camaradas y que, en nombre del comunismo, oprimían, mentían y desfiguraban el objetivo de la revolución.

Fueron ellos, los disidentes, los críticos, los opositores, los que aislaron a la prepotencia y a la demagogia del comunismo desnaturalizado en el mundo entero, fueron ellos los que lo dejaron sin soporte, sin estructura, los que nunca se rindieron, nunca se conformaron.

Fueron ellos, los comunistas.