— VIII —
Discutía la semana pasada si es o no viable un régimen que pretenda ser a la vez igualitario, libre y eficiente. Dije que no creía que la eficiencia y la libertad vayan de la mano. Hoy quiero decir que la libertad tampoco parece llevarse demasiado bien con la justicia social, con lo igualitario.
El problema es el problema del liberalismo.
El propio Marx lo ejemplifica con la historia de un esclavista gringo. (¡Basta!, cada vez que me tengo que referir a alguien o algo procedente de Estados Unidos tropiezo con la dificultad de denominarlo. ¡Ya estuvo suave! Es un pueblo que carece de gentilicio. Evidentemente no se les puede designar como “americanos” sin renunciar nosotros a esa calidad, y lo somos al menos en igual medida. Tampoco, y por las mismas razones, ni “norteamericanos”, ni el esperpéntico “estadounidenses”. Así pues, de aquí en adelante los llamaré siempre “gringos” sin, necesariamente, ánimo peyorativo. Al menos hasta que se inventen un gentilicio legítimo, simplemente en pos de cierta exactitud. Un nombre para cada cosa y cada cosa por su nombre. A pesar de Gorbachov, por ejemplo, la URSS seguirá siendo soviética, simplemente porque no hay otro nombre para designar al imperio ruso. Las palabras no son cosa baladí; son quizá la más seria de las cosas).
Bien. Así pues, Marx ejemplificaba el problema del liberalismo al contar que aquel esclavista gringo de visita en Inglaterra se quejaba amargamente de que en el Reino Unido no hubiera libertad, pues se le impedía flagelar a sus esclavos. Con ello, el padre del comunismo quería poner de manifiesto el carácter relativo del concepto de libertad. Su carácter, finalmente, de clase. Sin embargo, hoy todo parece indicar que la cuestión no quedó sanjada. En ese registro fue que encontró su justificación última la compleja propuesta de la dictadura del proletariado. Es decir, es preciso que el Estado imponga su autoridad para que nadie, en particular la burguesía, utilice sus posibilidades para someter, política o económicamente a otro, en particular al proletariado.
En otras palabras, el Estado se erige en garante de la justicia social. El poder se ejercerá para impedir el “agandalle”. Lo que ya no queda claro es quién impedirá el “agandalle” del poder. Porque para asegurar un determinado orden social, en particular un orden coercitivo, que coarta la tentación de unos de encaramarse sobre otros, es preciso un Estado autoritario.
Es así como la lucha por la libertad, paso a paso, condujo a su reverso, a la opresión, como sobre una banda de Moebius.
Los marxistas rechazaron la libertad de los liberales, aquella que permite que los fuertes sometan a los débiles, calificándola de libertad “formal”, y rechazaron la libertad de los libertarios, aquella que se niega a reproducir los instrumentos de opresión de la burguesía, esa libertad que se niega a oprimir en nombre de la libertad, calificándola de utópica. Lo que sucede es que entre el veto a la de los liberales y el veto a la de los libertarios, la libertad simplemente no encontró lugar.
Soviet quiere decir consejo, quiere decir asamblea. Unión Soviética significa pues, más o menos, unión asamblearia. Las asambleas, a todos niveles, serían las instancias “democráticas” de decisión, de poder. Se trata de un transporte demasiado directo, demasiado mecánico, de la estructura del partido a la del Estado. Y si en el primero, a saltas y barrancas, a pesar de todo, esa estructura había funcionado, en el segundo se produjo el desastre. Entre partido y Estado hay un abismo y ese abismo se llama poder. Y para salvar el abismo se confunden Partido y Estado en una amalgama que más pervierte al partido que “asambleiza” al Estado.
Creer que la “democracia”, que ya había demostrado con creces ser incapaz de evitar la arbitrariedad de la explotación capitalista, iba a ser capaz, bajo el nombre de “centralismo democrático”, de evitar la arbitrariedad de un poder que acabaría por no responder más que a sus propios intereses. Como todo poder, por más que se pretendiera de los trabajadores, es de una ingenuidad sorprendente.
Por un lado, la pirámide de gestión del Estado invirtió el funcionamiento que tenía previsto. El presidente sería controlado por el Secretariado; el Secretariado por el Politburó; el Politburó por el Soviet Supremo; el Soviet Supremo por los sioviets de las Repúblicas; los soviets de las Repúblicas por los soviets locales y los soviets locales por los ciudadanos. Por lo tanto, los ciudadanos controlan todo el aparato del poder impecable. Todo el poder a los soviets, pues.
Lo que sucedió ya lo sabemos todos; lo sorprendente es que no hubiera sido previsto o, más exactamente, que no se haya escuchado a los que lo previeron: el presidente controló al Secretariado, el Secretariado al Politburó, el Politburó al Soviet Supremo, el Soviet Supremo a los soviets de las Repúblicas, los soviets de las Repúblicas a los soviets locales y los soviets locales a los ciudadanos. El resultado es que el Presidente controló todo el aparato del poder y a los ciudadanos. Igualmente impecable. Ni el mínimo poder a los soviets.
Esto no es más que un esquema, por supuesto. Una simplificación (todo lo que se dice es siempre una simplificación). El poder tiene infinitas ramificaciones y matices, pero es esa la estructura del fenómeno. Sin embargo, nada nuevo bajo el sol. Finalmente en los Estados occidentales, capitalistas y democráticos las cosas son, pincelada más, pincelada menos, iguales.
Lo dramático reside en que, en el que quiso ser el país de la libertad, las cosas no podían ser de otra manera. Si lo que se quería era la “igualdad” y el “progreso”, las cosas, de cualquier modo, no hubieran podido ser de otra manera. En esos términos la suerte, me temo, estaba echada.