Los tres pilares

— VII —

“Con la teoría no tenemos ningún problema. Es la práctica la que nos mata”, era el sarcasmo referido de un buen y viejo amigo comunista, lo que significaba, por supuesto, que la teoría no estaba funcionando.

Los bolcheviques que se despiertan en el Poder en aquella fría mañana del 24 de octubre de 1917, tienen mala pieza en el telar. Marx, se ha dicho, es un extraordinario crítico del capitalismo, no ha dejado piedra sobre piedra del edificio ideológico de la sociedad de mercado; ¡pero ha dicho tan poca cosa de cómo y por dónde se empieza a construir esa cosa que llaman socialismo!

Empieza la parte más escarpada de la gran aventura. Entran a territorio virgen y no hay mapas ni guías y, lo que es peor, muchos creen que sí. Incluso las brújulas tendrán que ser rápidamente abandonadas, inservibles. Todos los grandes tratados marxistas quedaron arrumbados, llenándose de polvo en los estantes de las bibliotecas o, en el mejor de los casos, estudiados pesada y rutinariamente en escuelas y universidades.

Los comunistas llevan muchos años resolviendo problemas, claro, inventando e improvisando soluciones. Saben afrontar riesgos y correr peligro. Pero no es lo mismo hacerlo desde la oposición, la subversión. Los problemas y los peligros son grandes en los bancos de remo de la galera, pero no son los mismos que en el puente de mando. Como al Espartaco de Arthur Koestier, en su gran fresco Los Gladiadores, cuando finalmente se dispone a edificar la tan anhelada “Ciudad del Sol”, reino de la igualdad y la libertad, un denso sentimiento de desamparo empezó a extenderse sobre la estepa rusa como una niebla espesa que acabó cubriendo por entero la gran euforia que siguió a la victoria revolucionaria.

Yo tengo la impresión de que los comunistas nunca acabaron de creérsela. Que nunca se creyeron del todo que efectivamente, después de tantos años, de tantos sacrificios, habían ganado: que el Poder era suyo. Tal vez por eso lo ejercieron con tanta dureza, con tanta crispación, diría yo. Como para acabar de convencerse.

Aunque a los socialdemócratas les fue necesario imponerse. Imponer el poder del partido. Combatir a sangre y fuego tanto la oposición contrarrevolucionaria como la disidencia revolucionaria con el mismo rigor, con el mismo furor. Todo está prendido con alfileres y ningún titubeo está permitido. La tolerancia es intolerable. El sentimentalismo es burgués y las libertades “formales” de prensa, asociación y manifestación también. Y en el reino de la libertad las cárceles se llenaron de hombres y los muros de agujeros.

Pero si políticamente la revolución perdía el derrotero, la economía, la base de todo el resto para los marxistas, desde un buen comienzo, le provocó los bandazos que la tuvieron durante más de setenta años en situación de “naufragio permanente”. A la disciplina forzada en las fábricas y a la colectivización violentísima en el campo, siguió, muy rápidamente, aún en vida de Lenin, la polémica NEP, “nueva política económica”, especie de brusca corrección de urgencia, más oportunista que oportuna.

Y es que el primer gobierno soviético estaba lastrado por la más sorprendente de las paradojas del marxismo y que ya he mencionado en estas páginas: su culto por uno de los valores fundamentales de la ideología burguesa: el proletariado. Arrastrado por la embriaguez de la revolución industrial, Marx y sus seguidores adoptaron en una ingenuidad inesperada, en violento contraste con su por lo demás despiadada crítica, el objetivo paradigmático del capitalismo: el progreso, asociándolo sin demasiada reflexión a la libertad y al bienestar. Lenin llegó a postular —al menos se le atribuye— la célebre y asombrosa (es lo menos que se puede decir) consigna de que “el socialismo es alfabetización y electricidad”.

De hecho lo que está en juego es más intrincado: el marxismo postula axiomáticamente, presupone, que existe un sistema de organización social, a saber el socialismo (o el comunismo, ahí también hay una ambigüedad nunca dilucidada) en el que son compatibles tres características, componentes del bien social. Estos tres pilares son:

a) Justicia social, igualitarismo, reparto equitativo de la riqueza (a cada quien según su necesidad, de cada quien según su capacidad). Supresión de la explotación, de la propiedad privada y del trabajo asalariado-enajenado.

b) Justicia política, lo que muchos insisten en llamar democracia y que yo prefiero llamar participación, toma horizontal de decisiones (hasta la eventual desaparición del gobierno mismo).

c) Eficiencia económica, es decir el mentado progreso, el desarrollo. Establecimiento de metas sobre los indicadores econométricos y planes para alcanzarlas.

Lo que sucede es que Marx nunca probó —ni nadie más lo ha hecho— que estos tres pilares sean compatibles, que permitan construir cualquier cosa encima; que ni el socialismo, ni ningún otro sistema pueda conseguir las tres cosas simultáneamente. Más aún, no es aventurado decir que son incompatibles. Y la incompatibilidad parece provenir en exclusiva de la tercera característica, el “progreso”.

Efectivamente, todo parece indicar que la eficiencia depende de la disciplina, de la jerarquización, de la autoridad. Si las dictaduras fascistas y la autoridad militar de los regímenes de Hitler o Pinochet servirían para explicar el auge económico, el índice de progreso (espectacular en el primer caso, relativo en el segundo), una cierta “disciplina industrial”, una organización castrense del trabajo, explicaría el de los países ricos llamados democráticos.

En ninguna actividad en la que la eficiencia es primordial, es permisible la participación o el igualitarismo. Si la vida depende de esa eficiencia, por ejemplo, en el campo de batalla o en el quirófano, la autoridad y la organización vertical se imponen con todo rigor. Fuera bromas.

En la URSS, por lo tanto, sacrificaron los dos primeros pilares en nombre del tercero. En la gestión gubernamental y en la organización productiva se impusieron las decisiones verticales, centralizadas y oligárquicas.

Pero aparentemente si la autoridad es necesaria para el progreso, no es suficiente. En los países socialistas la tan anhelada eficiencia, a pesar de todo, no se produjo., y sobre las tres columnas no se pudo construir nada. Quedaron así, vacías, huérfanas, aisladas, estériles, absurdas; como las ruinas de una acrópolis que nunca existió.