El precio de la pasión

— VI —

Hace unos meses se exhibió, por única vez en México, en una sala prácticamente vacía, una de las joyas del cine documental contemporáneo: El Fondo del Aire es Rojo, de Chris Marker. La película, de casi cinco horas de duración, pasa revista las luchas populares de los años sesenta en el mundo entero: del Barrio Latino, en París, a la Quebrada del Yuro, en la sierra bolivariana; de la Universidad de Rerkelev al Palacio de Congresos de Pekin. Marker estuvo en México durante nuestro 68 y en su filme, por supuesto, aparece también el combate de los estudiantes mexicanos.

Se trata de una obra estremecedora. Lejos de toda objetividad —ese lastre del que los comunistas nunca pudimos liberarnos—. El Fondo del Aire es Rojo es comprometida y parcial. Subjetiva como el amor, el amor por la revolución y la libertad.

La película, como la lucha misma, tiene momentos de una alegría exultante y otros sórdidos y tenebrosos. Si hoy la recuerdo es precisamente, siguiendo el hilo de la reflexión de la semana pasada, por uno de sus pasajes más sombríos.

A principios de los años cincuenta se llevó a cabo en Checoslovaquia una de las consuetudinarias purgas estalinistas. No más cruenta, ni mucho menos, que sus antecesoras, pero con una repercusión especial. En aquella época la televisión hacía sus pinitos como instrumento de manipulación y control y los dirigentes checos habían creído oportuno transmitir el juicio a los traidores para aumentar su papel ejemplar y de escarmiento. El resultado fue que el mundo entero pudo contemplar en directo el funcionamiento de la siniestra maquinaria represiva estalinista. Funcionamiento que hasta entonces se conocía sólo mediante los relatos que de él hacían los escasos sobrevivientes —y más escasos aún, quienes se atrevían a hablar—. Stalin mismo había tenido especial cuidado en mantener oculto, en las sombras, todo el aparato represivo —juicios, cárceles, campos de internamiento—, lo que no sólo no disminuía su poder atemorizador sino lo llevaba a niveles míticos, terroríficos.

Algunos pasajes del Proceso Slansky, como se le conoció, por el nombre del principal acusado, Rudolf Slansky, catorce meses antes secretario general del Partido Comunista Checoslovaco, son mostrados en El fondo del Aire es rojo y en particular el siguiente, escalofriante diálogo, entre el fiscal, Rus Valek, y el propio Slansky. Lo traduzco y transcribo literal:

Valek: –Acusado Slansky, díganos cómo es posible que después de haber sido comunista por más de treinta años, se haya usted puesto al servicio del imperialismo y se haya convertido en el jefe del complot contra la República Popular.

Slansky: Para podérselo explicar permítame unas palabras sobre mis orígenes. Aunque participé en el movimiento obrero, soy de origen burgués. Mi padre era comerciante en un pequeño pueblo…

Valek: –¿Cómo se consiguió? ¿Cómo fue posible que esta banda de conspiradores estén ahora aquí, como ratas, odiados y despreciados por toda persona honesta? Es debido a que la fuerza del ideal socialista, del patriotismo inflamado de nuestro partido, su entusiasmo creador, su confianza ilimitada en el Partido y en el camarada Gotwald y su entrañable amor por la URSS son invencibles… Ciudadanos jueces, en nombre de nuestro pueblo, cuya libertad fue puesta en jaque por estos criminales, en nombre de su bienestar y en el de la paz, igualmente amenazados por ellos exijo que sean condenados a la pena de muerte.

Tanto mientras escucha las terribles palabras de su acusador como mientras pronuncia las suyas, Slansky permanece inmóvil, impasible, sin un solo gesto. Nada más su mirada lo delata. Esa mirada que atraviesa la confusa imagen de un primer plano brevísimo Yo creo que todo el secreto del estalinismo está en la mirada de Slansky.

Debe tener miedo, sin duda, como todo reo, y debe también estar habitado por esa “esperanza desesperada” de todo condenado a muerte, en espera de la milagrosa gracia de último momento. Pero en sus ojos sólo hay tristeza. Tristeza y resignación.

Quienes lo acusan y condenan no son los enemigos, esos enemigos contra los que ha luchado durante toda su vida y frente a los cuales tendría sin duda la fuerza y el valor de un gesto heroico. Frente a los cuales la muerte misma sería un acto vital. No. Quienes lo humillan son sus propios camaradas, su partido, su lucha, su pasión. Detrás del tribunal se alza majestuosa la venerada cruz de los comunistas y en el quepis de sus centinelas brilla la estrella roja.

La mirada de Slansky es la del amante rechazado. La del que se ha entregado en cuerpo y alma a la pasión y la pasión lo rechaza y lo humilla. No hay despecho ni desengaño posible. Si el objeto del deseo me desprecia, es que soy despreciable. La mirada de Slansky es la del profesor Rapp frente a la de Marlene Dietrich de El Ángel Azul. La Revolución es una mujer fatal.

Rudolf Slansky, junto con otros diez acusados, fue fusilado algunas horas después. Estoy seguro que miró al pelotón con la misma incurable melancolía. En cambio, no sería extraño que alguno de los otros acusados gritara: ¡Viva Stalin! o ¡Viva el Partido Comunista!, antes de morir. Tanto en el silencio como en el gesto, la misma fatal fidelidad.

Uno de los jóvenes procesados que pudo salvar la vida fue Arthur London, quien años después escribió uno de los testimonios más desgarradores de la experiencia comunista durante el estalinismo. La Confesión, ajuste de cuentas —consigo mismo, y en la que hace el balance de ese amor a la lucha revolucionaria, de esa pasión que los llevó a dar su vida, su muerte, y si fuera preciso su dignidad, a la causa de la emancipación de los trabajadores.

La entrega con la que los comunistas se lanzaron a la conquista de la libertad los llevó a tolerar lo intolerable. Sólo la intensidad de su compromiso puede explicar la magnitud de su drama.