Libres a sangre y fuego

— V —

Recuerde, compadre, que no lo fusilo yo, lo fusila la revolución. —Váyase a la mierda, compadre. Así va, más o menos, uno de los asombrosos y mínimos diálogos de Cien años de soledad, entre alguno de los Buendía y Gerineldo Márquez, creo. ¿O cuántas veces, cuántos miles de veces se debe haber producido el intercambio de esas mismas terribles frases, allá, tan lejos de Macondo, al otro lado del mundo, sobre la estepa rusa?

Sólo cabría decir que si lo que García Márquez hubiera querido representar fuera la Revolución de Octubre, la réplica del condenado hubiera sido más escalofriante aún. Algo del tenor: “¡Viva la Revolución, compadre!”.

Cuando hace apenas unos meses escuché al coronel cubano Ochoa, condenado a muerte, elogiar públicamente la decisión de sus jueces, admirar a sus verdugos y esperar que su muerte sirviera de ejemplo a las jóvenes generaciones, se me heló la sangre en las venas. Comprendí que efectivamente no había salvación posible ni para Ochoa ni para el sistema que lo sacrificaba, en esa sombría réplica de aquella tragedia que se escenificó, 50 años antes, en Moscú.

Ya lo he dicho: si hubiéramos de datar la muerte del comunismo, no sería en 1991 sino en 1938 y el responsable no sería el gobierno anticomunista de Gorbachov y Yeltsin sino el comunista de Stalin y Beria.

Ningún régimen en el mundo, por reaccionario o fascista que haya sido, puede vanagloriarse de haber liquidado más comunistas que el de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La matanza sistemática, ininterrumpida no tiene parangón. No se conocen cifras dignas de confianza y probablemente nunca se conocerán, pero hablar de 500.000 comunistas ejecutados o muertos en los campos de castigo entre 1936 y 1939 no parece exagerado.

No es verdad que para muestra baste un botón, pero no se puede pasar por alto los botones. Permítame el lector un testimonio, no por personal menos ilustrativo. Durante mi estancia de ocho años en Rumania viví con tres diferentes familias que me acogieron en su casa y me permitieron escapar durante largas temporadas de la austeridad de las residencias estudiantiles. Pues bien, en los tres casos, y créanme que me avergüenza decirlo, los abuelos habían sido ejecutados.

Eugen Rozvan, pensador y teórico comunista rumano, abuelo de Tupi, verdadero hermano mío de sangre y espíritu, desapareció en uno de sus múltiples viajes a la URSS antes de la guerra. Neli fue la mujer de Adelino, refugiado portugués, mi queridísimo schizo friend. Neli tuvo dos padres, el biológico y, después de su muerte, el adoptivo. Ambos fueron encarcelados en su pequeña aldea natal, Orsova, y nunca se volvió a saber de ellos. Finalmente, Marcel Pauker, abuelo de Stela, la que sería mi mujer y madre de mi hija. Pauker fue uno de los dirigentes principales del lPCR en los años treinta. Poco antes de desencadenarse la guerra, huyendo de la persecución de la dictadura fascista de Antonescu, se refugió en la URSS, donde fue fusilado.

Sirva esta breve mención como medida de lo acontecido detrás de la llamada Cortina de Hierro. Que el lector la coloque en la escala que más le convenga o convenza. Recuerde sólo que Rumania se caracteriza, entre otras cosas, por el hecho de que el estalinismo y la represión se ejercieron con bastante menos dureza que en los otros países socialistas.

Si así estuvieron las cosas, ¿qué permitió sobrevivir durante más de cincuenta años a ese Estado, negación de toda justicia y libertad, perversión de la esencia misma de lo que el comunismo quiso ser?

Paradójicamente, fue la guerra, la llamada Segunda Guerra Mundial. Esa que amenazó, es cierto, la existencia misma del Estado soviético, pero le permitió ejercer hacia el interior, en nombre de la seguridad nacional, la más intransigente de las dictaduras y concitar, hacia el exterior, la solidaridad antifascista de pueblos y gobiernos. Después, la victoria militar permitió la consolidación de un régimen que sin ella se hubiera visto rápidamente desbordado.

De hecho el estalinismo vivió treinta años a expensas del nazifascismo. Los primeros diez, dedicados a la “amenaza fascista”, los siguientes, a la lucha antinazi propiamente dicha, y una tercera década la destinó a los “revanchistas y sus cómplices”.

Pero la explicación militar y policiaca no es suficiente. Nunca lo es. Debemos buscar el origen del naufragio, no tanto en causas externas, no en el entorno, sino en el interior mismo del movimiento comunista. En la actitud de los comunistas, tanto los del interior como los del exterior.

Empecé este artículo evocando a los revolucionarios víctimas de sus propios camaradas. ¿Qué oscuro mecanismo es el que lleva a Bujarin, el niño mimado del comunismo, a declararse públicamente traidor y a exigir su propia condena a muerte? ¿Qué mueve a Antonov-Ovseenko, el intrépido conquistador del Palacio de Invierno, a gritar “¡Viva Stalin!” frente al pelotón —estalinista— de fusilamiento?

Y los comunistas del mundo entero, los millones que no eran funcionarios ni burócratas, esa multitud de idealistas, movidos sólo por su generosidad, su adhesión y entrega a una causa que creían justa, esos que no temían a la GPU o a la NKVD, ¿por qué se negaron a ver lo que sucedía en la metrópoli del comunismo?, ¿por qué prestaron oídos sordos a lo que, ya no los imperialistas y los reaccionarios, sino los anarquistas, los trotsquistas, los espartaquistas y otros grupos revolucionarios disidentes gritaban a voz en cuello?

De ello intentaré hablar la próxima.