— IV —
Dios nos libre de un gobernante sin complejos, dijo alguien alguna vez. Y ciertamente los bolcheviques que llegan al poder en 1917 no tienen complejo alguno.
Al igual que los Estados eclesiásticos de la Alta Edad Media, los comunistas, al construir el suyo, son los portadores de la verdad. Lo que para aquellos es la Misión, para estos es la causa. Si aquellos tienen a Dios de su parte, estos tienen a la historia. En ambos la vocación redentora los coloca del lado del Bien.
No hay mejor base a la soberbia y al despotismo que el convencimiento de tener la razón. Y ese convencimiento, en los comunistas, es inquebrantable, místico. Su razón es sólida; se sustenta en los millones y millones de páginas que conforman el impresionante edificio de la teoría marxista y en los miles y miles de combates en los que han participado en el mundo entero y que constituyen su acción revolucionaria.
Como toda metaverdad, la revolucionaria es inexpugnable. Todo lo que se le oponga —o que simplemente la matice— es contrarrevolucionario y con eso queda zanjada la cuestión. A pesar del culto que la teoría rinde a la crítica y del papel preponderante que se le asigna en la política comunista. Toda crítica que no proceda de los exégetas, de los investidos, es herética y condenable, incluso —sobre todo, me atrevería a decir— si proviene de otros que a su ver también se consideran revolucionarios o de los propios camaradas.
Una de las cosas que más me desconcertaron al dar mis primeros y tímidos pasos por los intrincados vericuetos del marxismo fue precisamente la contundente condena del llamado “revisionismo”. ¿Por qué pues, el revisar la teoría debía ser condenado? ¿El revisar no era finalmente una actitud en consecuencia con las actitudes críticas y antidogmáticas? Me tuve que conformar y aceptar, a regañadientes, que la frontera entre los revisionistas y los renegados era tan tenue como ilocalizable. Y eso de ser renegado a todas luces estaba mal. Aunque, debo confesarlo, nunca me pregunté qué buscaba, en medio de una teoría que se pretendía cartesiana y transparente, un concepto tan oscuro y escurridizo como el de “renegado”. Renegar equivale a renunciar a una adhesión incondicional, a abjurar a una determinada fe. Y entre nosotros no debía haber, hasta donde yo sabía, ni fe ni adhesiones incondicionales.
Este es tal vez el gran problema —uno de los grandes problemas, en fin— que los bolcheviques nunca pudieron resolver y que ha permanecido así, irresuelto, hasta los últimos días del comunismo: la teoría preconiza la validez e incluso la necesidad de las actitudes críticas y antidogmáticas. En cambio la práctica, es la lucha, el combate frente al poder y desde el poder, contra la burguesía y la reacción. Pero en ese combate, como en todos los valores fundamentales son la disciplina y la sumisión. No hay lugar para la crítica y el dogmatismo en la línea de fuego. Apenas en la retaguardia.
Es de esta manera que la teoría y la práctica, el formidable dipolo base de toda la dialéctica marxista, está irremisiblemente condenado al divorcio. En este caso, como en otros, no hay acuerdo posible. De la teoría a la práctica o, como dice el proverbio, del dicho al hecho, hay mucho trecho. Trecho que ni una ni otra pueden salvar. György Lukács, el lúcido e indomable pensador húngaro afirmaba que, en el quehacer del entonces todavía llamado socialismo real, esta distancia entre la teoría y la práctica provocaba que la primera, privada de todo aporte renovador de la segunda, se dogmatizara y se acartonara, secándose y haciéndose inservible. La práctica, por su lado, abandonada por la teoría, carecía de derrota y se volvía, irremisiblemente, inmediatista y oportunista.
Lukács, probablemente el único pensador contestatario tolerado —de-
bido a razones extrañas— por los regímenes socialistas, formulaba estas reflexiones como un reproche a la política de esos partidos y esos gobiernos. Hoy, veinte años después de su muerte, podemos plantear si esa distancia entre el decir y el hacer podría ser reducida o si, al contrario, es estructural, inherente, y no depende de si una política es más acertada que otra. Podremos preguntarnos si puede llevarse a cabo práctica social alguna —no ya necesariamente marxista— basada en cualquier teoría. Hoy por hoy parece ser que la respuesta negativa se impone.
Más allá aún, deberíamos plantearnos incluso si la propia dicotomía teoría-práctica es pertinente, pero eso ya es otra historia. En todo caso, en aquel extrañamente cada vez menos lejano octubre, todo eso no estaba claro o, lo que es peor, estaba decididamente claro. La práctica política del primer gobierno revolucionario, acosado por los enemigos de afuera, saboteado por los de adentro, no debía verse entorpecida por ningún escrúpulo. Si la Santa Inquisición podría permitirse cualquier exceso en nombre de la magnitud y de la maldad de su adversario, Satán, el gobierno bolchevique también tenía un enemigo temible: la burguesía, encarnación de todos los males y mañas, capaz, incluso y como el otro, de apoderarse de las conciencias de los más abnegados luchadores sin que estos se dieran siquiera cuenta, y que justificaba cualquier medida, por deleznable que hubiera podido parecer en otras circunstancias, para combatirla.
Los comunistas, además, llegaban al poder prácticamente desde la clandestinidad. Y la clandestinidad no es broma. Es extraña y su práctica no va sin consecuencias. En primer lugar, da carta de legitimación a la mentira. En la lucha clandestina se miente, se simula y se engaña para salvar el pellejo y llevar adelante el proyecto revolucionario. Pero cuando las condiciones cambian, como cambiaron entonces, ya nada ni nadie puede desbancar a la mentira del puesto de privilegio que la clandestinidad le otorgó. Y los socialdemócratas en el gobierno siguieron mintiendo, ocultando y engañando como otros, en nombre de la revolución.
En segundo lugar, en la clandestinidad se sufre. Se puede sufrir mucho. La persecución, la cárcel, la tortura y la muerte son los fantasmas ineludibles de cada día, de cada hora, de la vida del revolucionario clandestino, que ve con terror y con rabia apenas controlados cómo ahora cae este compañero, después el otro. Y en este sufrimiento es imposible que no se incube el rencor. Rencor que tarde o temprano germinará y se va a manifestar. Pero sobre todo, este sufrimiento representará la expiación anticipada, por adelantado, de todo futuro pecado.
Y así se empedró el camino a todo lo que habría de seguir.