Polvos de aquellos lodos

— III —

En qué medida la cuestión nacional —el hecho de que las naciones más poderosas sojuzguen a las que lo son menos— contribuyó al derrumbe del marxismo es algo que aún está por establecer. Hay quienes afirman —y tal vez yo me cuento entre ellos— que fue el elemento decisivo.

Todavía no lo puedo creer, pero parece que la liberación de las repúblicas del Báltico es ya un hecho, e incluso el gobierno de México las reconoció oficialmente, no sin antes esperar prudentemente que lo hicieran los vecinos de arriba. Cada vez les seguimos la huella más cuidadosa y diligentemente, como un gansito a mamá gansa.

Hoy el paisaje de la cultura universal del hombre se enriquece con tres nuevas presencias. Si el televidente que puede pagarlo se alegra con la aparición de los Premium Channels, porque ve ensanchada la gama de sus opciones televisivas, para los espectadores de esta sorprendente, terrible, siempre apasionante comedia humana, las bálticas bien son las “Premium Nations”.

Si su independencia se confirma, será una de las pocas cosas positivas que habrá dado lugar todo este desastre y debería volverse motivo de fiesta para todos los libertarios del orbe. De momento ya hay tres nuevos países en el abanico mundial —de hecho ya existían, por supuesto; nunca dejaron de existir, pero una nación esclava, como un hombre preso, para los otros es como si no existiera— y es de esperarse que a esos tres se sumen más en un futuro cercano. Ahora veremos a los atletas letones en los Juegos Olímpicos y podremos escuchar a los notables jazzistas estonianos en la Ollin Yollitztli. Tal vez ya podíamos verlos o escucharlos, pero disfrazados de rusos —o de soviéticos, si prefiere usted los eufemismos— opacados, desvirtuados, disimulados, desfigurados, que en cierto sentido es como no verlos.

No obstante, a muchos de mis amigos de izquierda —que en general quiero decir ex comunistas—, igual que a los de derecha —que a menudo quiere decir ex comunistas—, la liberación de las pequeñas naciones nórdicas no les provoca el menor entusiasmo. En sus comentarios, tanto hablados como escritos, se lamentan de la ruptura de la “unidad”, del “desmembramiento” de la URSS. Aunque la libertad tiene unas facetas más aparentes que otras, no deja de ser difícil de entender. Es como si hace un par de años se hubieran lamentado de la liberación de Nelson Mandela, alegando el desmembramiento de la comunidad carcelaria.

De hecho el problema es viejo y generalizado. La cuestión nacional es uno de los talones de Aquiles del marxismo desde su nacimiento, es decir desde Marx mismo. En su esquema, la nación es un fenómeno superestructural dependiente de la estructura económica burguesa. Con la desaparición de la propiedad privada desaparecerán las naciones.

Sin embargo, todo esto es dicho en sordina, de paso, como no queriendo la cosa. No hay un solo texto completo que aborde en profundidad la cuestión. Y esto no puede dejar de ser sospechoso si consideramos que era precisamente a mediados del siglo XIX cuando el nacionalismo —tanto el imperial como el liberador— estaba en su apogeo y que Marx no acostumbraba a dejar títere sin cabeza si de polemizar se trataba.

Marx, es sabido, era judío alemán. Y ser judío alemán, también es sabido, no es fácil. Sí parece fácil, en cambio, especular que fue su propia y conflictiva condición nacional la que le hizo evadir, en contra de todo posible intento de “objetividad”, la cuestión nacional. Si no podía, ya no resolver sino afrontar su misma problemática nacional individual, difícilmente podría hacer con la de Europa y el resto del mundo.

Así pues, el marxismo se siente incómodo frente a lo nacional. No es tanto que se oponga fundamentada y programáticamente a la reivindicación nacional. Más bien, el asunto no encuentra su lugar —aunque sólo fuera, como el capital o la democracia burguesa, para impugnarla— dentro de la estructura del pensamiento marxista, ni en el materialismo histórico ni en el dialéctico. El propio lema del Partido Comunista revela esa incomodidad al recurrir no a “Estados” o “naciones”, sino al ambiguo “proletarios de todos los ´países´…”.

En toda la evolución del pensamiento marxista flota constantemente la idea de que los grandes Estados no sólo absorberán sino que deben absorber a los pequeños. El destino de la humanidad está en manos de ingleses, franceses y alemanes —los grandes imperios burgueses—, mientras que las pequeñas naciones como Rumania, Bulgaria o Grecia no tienen viabilidad histórica ni la merecen y están condenadas en buena hora, a desaparecer. Lo que hoy llamamos Tercer Mundo —pero esa ya es otra historia— ni siquiera merece una mención.

¿Cómo explicarle a los croatas, que hoy dan la vida por la independencia de su nación frente a las agresiones serbias, que el marxismo ya los condenó a muerte, que se deben volver alemanes o rusos?

La primera gran derrota del marxismo frente a lo nacional se dará, sin embargo, mucho después de la muerte de su fundador, al inicio de la Primera Guerra Mundial. El fantasma que recorría Europa estaba más presente que nunca, pero mientras Jean Jaurès en Francia y Rosa Luxemburgo en Alemania arengaban a los soldados galos y germanos respectivamente, para que se negaran, en nombre del internacionalismo proletario, a participar en la guerra burguesa y rehusaran matar a sus camaradas del país vecino, esos mismos soldados se lanzaron como fieras, presa del frenesí nacionalista, a matar a enemigos extranjeros extraños —en el origen, dice Freud, era la misma palabra—, en nombre de la patria.

Pero no muchos años después, los soldados del primer Estado proletario, en el Ejército Rojo, se lanzaron al campo de batalla animados no por el internacionalismo proletario, sino por ese mismo espíritu nacionalista, en nombre de la Santa Madre Rusia. Espíritu que, por otra parte, las consignas oficiales del gobierno y el partido de Stalin no sólo no disimulaban sino inflamaban. (De hecho, no hay que ir tan lejos, ni en el tiempo ni en el espacio: ¿quién se atrevería a negar que por debajo —y por encima— del internacionalismo cubano, vibra el más ferviente de los nacionalismos?).

Como nacionalista fue el antisemitismo feroz que se apoderó del PCUS desde el momento de su fundación y que llevó, entre otras cosas, a perseguir y asesinar a prácticamente todos los miembros judíos del partido. Trotski entre ellos.

En todo caso, el ascenso de los socialdemócratas al poder de Rusia no significó la tan anhelada libertad para los pueblos sometidos por el régimen zarista. Los bolcheviques, en nombre de la libertad y del internacionalismo, decidieron mantener las fronteras del imperio y ensancharlo hasta donde fuera posible. A sangre y fuego volvieron a sojuzgar a todos los pueblos a los que las declaraciones iniciales del nuevo orden —las célebres tesis de abril— habían prometido la libertad; sólo Finlandia logró escapar de esas rejas que volvieron a cerrarse antes de haberse abierto del todo.

Y si hoy, setenta años después, polacos y rumanos, lituanos y armenios, consideran que el comunismo no fue sino una nueva forma de sometimiento a los rusos, la culpa no es suya. Y es que no se puede pretender combatir el capitalismo y reproducir, agravándolos, sus horrores. No se puede esclavizar en nombre de la libertad. En fin, si se puede, ya lo demostraron. Pero se paga.

Polvos de aquellos lodos.