Piruetas de la historia

— II —

Marxismo, comunismo y socialismo son términos que se confunden con una frecuencia aterradora. Digamos que marxismo es lo que Marx dijo y comunismo lo que creyó decir. Ambos no son sino una forma, una etapa en el mejor de los casos, del socialismo. De lo que se trata, una de las cosas de las que se trata, es de determinar si fue el marxismo, la teoría, el responsable de la debacle del socialismo o viceversa. O si, tercio no excluido, esa dicotomía, típicamente marxista, de plano no es suficiente.

En todo caso, bien podemos decir, a la García Márquez, que la del marxismo es la crónica de una muerte anunciada. De hecho, si algo puede sorprendernos, es por qué tardó tanto en producirse.

Aunque a toro pasado es poco serio afirmar que “se veía venir” —no fueron pocos, sin embargo, quienes lo dijeron en su momento—, no por eso debe renunciarse ahora a mirar las cosas de frente, al menos para podernos preguntar por qué nos negamos a verlas a tiempo.

Ya alguna vez dije que Gorbachov —o Yeltsin, es lo mismo, ya le perdí el hilo a esa obra— no es el verdugo del comunismo. Es, además, el forense que constata el deceso y expide el acta de defunción. Deberemos, como Poirot o Holmes, remontarnos en el tiempo para encontrar el momento en el que se produjo la muerte. O tal vez no existe tal momento y se trata más bien de una lenta, e interminable agonía.

En cualquier caso, sí podemos entresacar de la densa, atormentada biografía del comunismo estos pasajes clave que si no lo marcaron lo dejaron, sí, irreversiblemente herido. Los mencionaré sin ninguna intención sistemática, llevado por el personal e incompartible hilo de mis propias y abigarradas vivencias.

Al menos a la mitad más reciente del siglo y medio de vida con que cuenta —contaba— la historia del comunismo, la marca ese acontecimiento mayor que es la llegada al poder de Rusia de los bolcheviques. Todo lo que sucedió en el movimiento comunista a partir de ese momento en el mundo entero, de Estambul a Chicago, de Zurich a Jakarta, desde los detalles más insignificantes hasta las más espectaculares acciones, estuvieron bajo la influencia, cuando no del control, de Moscú.

Ya para empezar, el advenimiento del comunismo en Rusia no estaba previsto por el materialismo histórico, especie de schedule general del marxismo. La supresión de la propiedad privada debía acontecer como resultado de las contradicciones insolubles que el propio desarrollo de la sociedad capitalista iba a generar. Así pues, tanto Marx como sus seguidores más cercanos —en tiempo y pensamiento— preconizaron que sería en las sociedades más “desarrolladas” de la época en las que se gestaría la gran transformación: Alemania o Inglaterra. Precisamente las cunas de la otra revolución, la llamada industrial, y precisamente también, los dos países de residencia de Marx. Por añadidura, también se hablaba de la Francia o Estados Unidos pero con cierto desgano, como pa´ no errarle.

Pero de Rusia no se hablaba, o se hablaba poco. Demasiado oriental y además tierra del pesado ese del Bakunin… Tierra de contrastes —cómo no, con veinte millones de kilómetros cuadrados—. Si bien es cierto que existía una corriente importante de pensamiento socialista, sus ecos se perdían en la inmensidad de esa estepa, allende el Volga, en ese mundo rural, atávico e incomprensible. Ya había, es cierto, grandes industrias como la Putilov de San Petersburgo con miles de obreros, pero que contaban frente al peso abrumador de esa Rusia profunda de los mujiks. Además, ni siquiera había aún una democracia burguesa, paso previo a toda iniciativa socialista seria.

Sin embargo, en una de esas piruetas de la historia que tan difícilmente recoge el pesado mecanismo de engranes, acero y vapor del materialismo histórico por la rendija de una coyuntura de la historia, decía, como resultado de ese galimatías que fue la Gran Guerra de 1914-1918, en ese octubre que era noviembre —¡aún seguían, en pleno siglo XX, el calendario juliano!—, no fueron ni Jaurès ni Luxemburgo quienes vieron coronada su lucha, sino los seguidores de Plejanov y Axelrod que primero se vieron, de la noche a la mañana instalados en el Palacio de Invierno, e inmediatamente después en el Kremlin de los zares, fortaleza medieval, metáfora perfecta para el bastión inexpugnable e inamovible en que había de convertirse a partir de entonces el pensamiento marxista.

Los primeros días debieron haber sido extraordinarios. Mayakovski y Esenin leían a voz en cuello los poemas que habían escrito esa misma noche, frente a la multitud apasionada, sobre la perspectiva Nevski. Los obreros se abrazaban con los soldados que regresaban del frente. Los nuevos zares les habían dado, si no otra cosa, la paz. De momento bastaba para la euforia.

Pero la euforia no era exclusiva de los rusos. En el mundo entero —en fin, casi— los revolucionarios de todos los países —de muchos, vaya—, esa caterva de locos desarrapados, abnegados, apasionados, lúcidos, generosos, infatigables revolucionarios; acosados, perseguidos, encarcelados, vieron cómo se alzaba en el horizonte, majestuoso, por fin, el primer poder proletario. Y las ilusiones se posaron en su corazón.