– I –
Dentro de unos días, el cuerpo de Vladimir Ilich Ulianov va a abandonar el mausoleo en el que permaneció durante 67 años, para volver a la aldea en la que vio la luz, Ulianovsk, hace 121.
Si usted es partidario de los juegos de sobremesa le propongo que organice entre amigos y parientes una quiniela ¿cuánto tiempo, la Perla del Báltico, Leningrado, va a conservar su nombre? No le aconsejo que apueste más allá de algunas semanas. Y ya puesto, complete el juego: ¿Recuperará el efímero nombre de Petrogrado, le volverán a poner el zarista San Petesburgo o de plano acuñará uno nuevo, como Yeltsingrado o Perestroidgrado?
No se trata de la desaparición de los últimos vestigios del comunismo en el mundo. Las tres “C”, China, Corea y Cuba —¿qué estará pasando en Mongolia?— mantienen en alto, cada una a su manera, esa antorcha que ya se niega a alumbrar.
Al margen del poder, el necio Marchais, el heroico Cunhal y tal vez algún otro que ahora no se me ocurre. Aquí y allá pequeños grupos, unos más marginales que otros, que se empecinan en repetir los viejos cánticos, la antigua letanía de la lucha de clases, el combate antiimperialista y el luminoso futuro del socialismo, aunque ya no regrese ningún eco desde la realidad. Como si se tratara de un conjuro mágico que exorcice la muerte inminente.
Otros de los antiguos luchadores se han reciclado, abandonaron la camisa roja y han adoptado la playera rosa. Ya no son comunistas sino “de izquierda” y ya no proclaman la revolución sino la democracia. Otros, más audaces, se han dado cuenta súbitamente que el poder no es tan malo, sobre todo cuando se le ve desde adentro, y han venido a engrosar las filas del establishment. Finalmente, me canso de repetirlo, en la desbandada no hay desertores. Como dice la hermosa canción de Sergio Endrigo, “La balada del ex”: “Ma i suoi compagni non sono più qui, sono tutti nel ministerio o nell´aldilà”.
Sin embargo, la mayoría de los argonautas, la mayor parte de la tripulación de ese navío que se llamó Revolución, se ha retirado a su casa. Ante la inviabilidad de la solución colectiva se ha lanzado a la búsqueda de soluciones individuales, unas más satisfactorias que otras, unas legítimas más que otras. Ya sea en el dinero, el gran analgésico, el espejismo de siempre —como no pudimos “ser”, veamos si podemos “tener”— en el amor o en el trabajo, como dice la canción —y si no lo dice, debería decirlo—.
Renunciar al sueño socialista, sin embargo, no ha sido fácil para nadie. Ni en el caso del subsecretario de Estado, antiguo dirigente estudiantil de la Facultad de Economía, ni para el brillante activista de la de Ciencias Políticas que hoy hace juguetes de madera en una ciudad de provincia.
La soledad es una encimosa y el vacío que dejó al esfumarse la gran pasión comunista, resulta imposible de paliar. Quien sintió alguna vez la inconfundible vibración de la solidaridad —la de de veras— en aquellas exaltantes manifestaciones y la inimitable emoción de la pertenencia en aquellas interminables y nocturnas reuniones, esa inamovible convicción de estar en el buen lado de la historia. Quien sintió el mordisco de la tensión vital del compromiso, quien estuvo dispuesto a dar la vida por un proyecto y quien amó a los que la dieron, difícilmente podrá conformarse y encontrar otra plenitud.
Pero no es la derrota la que nos condena a esa insondable soledad. La derrota es la inseparable compañera del revolucionario. Le habla de tú, la lleva del brazo. “De derrota en derrota hasta la victoria final”, podría ser el aforismo de cierta concepción cósmica de la Revolución. La derrota es también estimulante. Hay algo en el derrotado a lo que jamás podrá acceder el vencedor, dice el gran poeta brasileño Drumond de Andrade. O como dice el entrañable y desempolvado Cyrano, sólo la lucha sin esperanza tiene chiste. Sólo la aceptación —y a veces incluso la convicción— de la derrota da a la revolución toda su dimensión de entrega y generosidad.
A fin de cuentas, me pregunto si nos adherimos al combate más porque era bello que porque fuera útil.
Tampoco voy a caer en la tentación de decir que fue la victoria lo que nos hundió. Sería preciso dilucidar cuál victoria. Una doctrina que pretende la desaparición del poder no puede vanagloriarse durante mucho tiempo de haberlo conquistado.
No creo que sea la rapidez con la que se ha producido la debacle —co- mo sucede en todas las debacles— la que nos dejó anonadados. Aunque, efectivamente, el derrumbe del aparato comunista —Estados y partidos— ha sido vertiginoso. Sorprende pensar que hace apenas diez años, a pesar de todo, todo parecía sostenerse sólidamente. El PCM acababa de obtener su registro y todos los PC del mundo, mal que bien, “ahí” la llevaban. Brejnev tronaba sobre todas las Rusias, el capitalismo se debatía en los albores de su crisis general y la revolución nicaragüense estaba a punto de derrotar definitivamente a la contra. Aunque el derrumbe ha sido vertiginoso, decía, el cáncer terminal ya se había anunciado, para aquellos perspicaces, desde años antes, con la aparición y —abracadabra— desaparición del insólito “eurocomunismo”, el resultado de la victoria militar en Vietnam, la prueba de fuego de los años sesenta y en particular el ‘68, con todo y la invasión a Checoslovaquia, el conflicto chino-soviético, etcétera.
De hecho, para los trotsquistas las cosas se habían echado a perder definitivamente desde los años veinte y, en el caso de los anarquistas, desde los primeros trabajos de Marx.
Lo que nos dejó paralizados es más bien del orden del ensimismamiento, el desconcierto ante la sorprendente dinámica generada desde adentro y desde afuera de la revolución. Como el aprendiz de brujo, no fuimos capaces de imponernos a nuestro propio hechizo, y la historia nos desbordó.
Sin embargo, no deberíamos olvidar que el marxismo no es sino una etapa del pensamiento libertario y no necesariamente la última. Finalmente, el mismo poder contra el que se levantaron Espartaco o la Comuna de París sigue en pie. Ahora que el combate ha entrado en una tregua forzada, deberíamos abocarnos al balance global. Discutir, debatir, reflexionar, resolver, establecer, revisar —ya no debemos temerlo— qué sucedió y qué no, por qué, dónde y cómo. Sin prisas ni segundas intenciones. Poco tenemos ya que perder, como no sea nuestro propio desencanto. Hay que separar el grano de la paja. Poner la madeja en el suelo y desenredarla. Aspirar hondo y volver a caminar. Lanzarnos, para empezar, al rescate de los restos del naufragio.