Significado del 68, hoy — Tres sexenios después

Recordaba, en una plática reciente con Regino Díaz Redondo, director de este rotativo, que hace dieciocho años gritaba a voz en cuello, junto con miles de compañeros: ¡Prensa vendida, prensa vendida…!, cada vez (y era frecuente) que una manifestación desfilaba, rumbo al Zócalo, frente a las oficinas de Excelsior en Paseo de la Reforma.

Hoy, tres sexenios después, inicio mi colaboración en el que se autocalifica “Periódico de la Vida Nacional”. ¿Qué ha sucedido en el ínterin? ¿La prensa ha dejado de ser “vendida” o bien soy yo el que ha pasado a ser “vendido”?

En lo que se refiere a la última cuestión, no me corresponde a mí el darle respuesta, aunque tenga una opinión clara a ese respecto. En cuanto a la primera sí, aunque no tenga una opinión clara; entre otras cosas porque ello nos llevará indefectiblemente a reflexionar sobre lo que 1968 ha significado y significa en la vida de México.

Existe una paradoja difícil de desanudar en cuanto a la vigencia y repercusión del movimiento del 68. Por un lado, vista la desmovilización y atonía que —salvo contadas excepciones importantes— caracteriza a la acción popular y muy significativamente a la estudiantil, desde entonces, se diría que se trata de un movimiento agotado, esencialmente derrotado y que ha pasado a ser historia. Por otro, sin embargo, esa misma desmovilización, insólitamente prolongada y profunda, habla en favor de que el 68 no ha sido resuelto, no ha sido asimilado por el sistema y en esa medida constituye una cuenta pendiente que aún no ha sido saldada.

El estado adoptó, sin duda, una serie de medidas liberalizadoras con el objeto de desmantelar toda la carga subversiva del movimiento del 68. Una de ellas fue, por ejemplo, el aflojar las estrechas correas con que los sucesivos regímenes maniataban y controlaban a la prensa hasta entonces. A esto habría que añadir la excarcelación de muchos presos políticos, el registro de varios partidos considerados de oposición y, en general, todo un paquete de disposiciones desde la “apertura democrática” hasta la “reforma política”.

Ciertamente se respira otro clima en nuestro país; se han abierto espacios que antes no existían y que sería un error menospreciar y más aún considerarlos concesiones graciosas y unilaterales del régimen. Son conquistas de la acción popular y muy particularmente del movimiento de 1968. No obstante, se trata de medidas esencialmente cosméticas. Cambiar para que nada cambie. En otras palabras, los logros —directos e indirectos— del movimiento “le quedan chicos”.

Para desentrañar la paradoja es necesario constatar que tanto en sus causas, como en su desarrollo y sus consecuencias, el enfrentamiento de 1968 se llevó a cabo en dos niveles diferentes: uno formal, anecdótico, local y efímero, y otro sustancial, profundo, global y trascendente.

En el primer nivel, el movimiento se gesta como respuesta a la provocación policíaco-militar montada por alguna facción del aparato estatal en contra de otra, en vista a la sucesión presidencial y ante la inminencia de la celebración de los Juegos Olímpicos. A través del CNH los estudiantes conquistan la hegemonía del movimiento e, independizándose de la provocación inicial, la rebasan y aglutinan en torno al pliego petitorio de los seis puntos, centenares de miles de participantes y el apoyo de la mayoría de los ciudadanos del país.

El gobierno es derrotado políticamente y decide acallar el clamor popular con la fuerza de las armas. Los regímenes posteriores, cada uno a su manera, se ven obligados, en un intento de lavarse la cara, a abrir nuevos cauces de participación y en última instancia —entre otras cosas— responder a las demandas formales del movimiento.

Sería un error, sin embargo, considerar que el movimiento se agota en este plano e ignorar lo que subyacía bajo su dinámica exterior. Los estudiantes enarbolan el estandarte de su pliego petitorio a la manera que lo hace Hidalgo con la Virgen de Guadalupe. Como un símbolo cuyo significado no es inmediato. En este segundo nivel, el movimiento utiliza a Cueto y a los granaderos, a la existencia de detenidos políticos y al artículo 145, como símbolos de su cuestionamiento general del orden imperante y del estado mismo, en su significación más profunda. Su combate rebasa sus propias demandas y consignas y va más allá de la destitución de tal o cual funcionario o de la liberación de Campa y Vallejo. Va más allá, incluso de una lucha por la “democracia”, con o sin adjetivos.

La significación última de 1967 es más vigente que nunca. La dificultad de plasmarla (el lenguaje se vuelve obsoleto y torpe) en textos y en actos —causa primera de su aparente parálisis— no impide reconocerla y asumirla.

Hoy, tres sexenios después, se puede afirmar con contundencia que el actual régimen representa, sin matices significativos, aquello que el 68 denunció y combatió, en muchos aspectos acentuado y agraviado. Los opresores son los mismos, entonces y ahora. Han cambiado los nombres y tal vez los estilos, pero los detentadores del poder hoy siguen siendo los enemigos del 68.

Los que vivimos aquellas jornadas tenemos hoy 40 años y nuestra responsabilidad histórica no nos ha sido eximida; si las viejas trincheras ya no nos sirven, construyamos nuevas sin olvidar que el grito del 68 no es nuestro patrimonio exclusivo. Pertenece sobre todo a los jóvenes de hoy. Tomarán sin duda la palabra.