Este material es inédito e incompleto; tampoco se sabe en qué fecha fue escrito.
Círculo segundo
El olvido
Es preciso enfrentarse a las reducciones. Ingenuas unas, malintencionadas otras, estúpidas otras más, irresponsables todas. No fue una noche, fue una década. No fue un puñado de mesías iluminados, fuimos decenas de miles de jóvenes comprometidos y exaltados. Y lúcidos. Y no fue una plaza, fue el mundo entero.
En México y en el mundo es común confundir el movimiento estudiantil de 1968 con la matanza que tuvo lugar el 2 de octubre de 1968 en la llamada plaza de las Tres —desde entonces cuatro— Culturas.
Año con año, y con más énfasis quinquenio con quinquenio (por aquello del sistema decimal), miles de personas conmemoran de una manera u otra, unas más legítimas que otras, la muerte colectiva. En las manifestaciones rituales —que algo tendrían de peregrinación si el morbo, la frivolidad, el oportunismo ramplón y la instrumentación no estuvieran ahí—, el aire transmite un grito que algo tiene de letanía: Dos de octubre no se olvida.
Y yo me pregunto cada año, con la misma ritualidad, qué es lo que no se olvida. Finalmente no tengo más que conceder: no se puede olvidar aquello que se desconoce. Pocos de los que gritan podrían explicar qué es lo que querían, qué es lo que gritaban los que cayeron esa noche en esa plaza. La manifestación mortuoria no continúa aquella lucha, la cancela.
En el mundo entero son muchas la celebraciones funerarias, las conmemoraciones de fracasos y derrotas. En 2008, por ejemplo, se cumplirán treintaicinco años del sacrificio de Salvador Allende, y será recordado en Chile y en muchos otros lugares, y de nuevo, en ese caso, la evocación de la muerte heroica tampoco tendrá un sentido de vida. Se hablará del descalabro, pero poco de la lucha, de la gesta. Serán pocos los que digan lo que Allende decía. Que reivindiquen lo que Allende representaba.
Es distinto, por ejemplo, lo que sucede también cada 11 de septiembre en el Día Nacional de Cataluña, que conmemora la caída de la ciudad de Barcelona en manos de las tropas invasoras franco-españolas en 1714. Ejemplo que conozco de cerca. De muy cerca. Ahí el sentido es el de revivir la lucha y de hacerla presente y vigente. Y los hombres y mujeres salen a las calles de pueblos y ciudades en continuación de aquel combate. No en el duelo.
Pero tal vez el ejemplo más contundente lo brinda la propia religión católica que utiliza como símbolo la cruz, un instrumento de tortura y de ejecución, y que conmemora, el viernes santo, el sacrificio del mesías. Pero también en este caso, con claridad meridiana, la muerte es utilizada para apelar a la vida, para establecer la redención y anunciar la resurrección.
No es lo que sucede con nuestro 2 de octubre. La conmemoración luctuosa aquí se ha convertido en una verdadera lápida, que ensombrece y oculta el sentido del asesinato de nuestros compañeros, que no da voz a su voz, sino que la cubre con un manto de estridencia y mistificaciones. La gran mayoría de los que se manifiestan año con año, no gritan ni quieren lo mismo que los caídos.
El Movimiento Estudiantil Mexicano de 1968 duró exactamente 132 días, desde el 26 de julio hasta el 4 de diciembre, cuando el Consejo Nacional de Huelga se declara formalmente disuelto. De esas 132 jornadas sólo en una, en una sola, el protagonismo no recayó sobre los estudiantes sino sobre sus perseguidores. Algo hay pues de enfermizo y necrófilo en poner el énfasis precisamente en ella. El vértigo de la sangre.
No deja de ser una triste broma de la historia que el recuerdo del crimen propicie el olvido del movimiento. Que los reflectores enfoquen a los represores y dejen en la sombra a los reprimidos. A lo reprimido. Es como si los estudiantes, sus ideales y su combate, no hubieran existido. Pasaban por ahí. Como si la represión, cuarenta años depués, continuara. Con más eficacia que nunca. Ese olvido es el remate de la represión.
Círculo tercero
El vuelco
Las causas de tal adulteración, de tal perversión, son múltiples y complejas.
En primer lugar es preciso darse cuenta que no se puede abordar ni entender lo que sucedió en México de julio a diciembre de 1968 sin inscribirlo en un contexto mucho más amplio y determinante: la década de los sesenta.
Yo acostumbro, para entendernos, definir una década de quince años. Es un abuso que a los matemáticos se nos permite. Situar cuotas es siempre un acto arbitrario, que tiene algo de abyecto, sin embargo creo en este caso lo es menos que en otros. El universo, la esfera de los años sesenta, en su coherencia, en su rompimiento con los cincuentas y los setentas, está bastante bien delimitada.
Los sesentas, en su sentido social, político y cultural más profundo, en su sentido “generacional”, se iniciarían pues, el 1º de enero de 1959, con la entrada en La Habana de las tropas del Movimiento 26 de julio, encabezadas por Fidel Castro, Camilo Cienfuegos y Ernesto Guevara. La Revolución Cubana no fue una simple coyuntura política, ni la mera substitución de un régimen por otro. Tampoco es un fenómeno local. Su eco, significación y trascendencia son mundiales. En 1959, Cuba dejó de ser una isla.
Y concluye la década exactamente el 11 de septiembre de 1973, con la derrota del proyecto encabezado por el Presidente Salvador Allende y que le acarrearía la muerte en el Palacio de la Moneda, en Santiago de Chile. Tampoco aquí se trata sencillamente de una asonada militar, con repercusiones limitadas al territorio y al pueblo de Chile. Y, de nuevo, la importancia del proceso socialista chileno desbordaba con mucho las fronteras del país austral e incluso latinoamericano. Su ámbito fue planetario. Era una experiencia que, de haber fructificado habría cambiado la historia del mundo. Hubiera sido un precedente intolerable. No fue de un golpe de Estado, fue un golpe de Mundo.
La Seguna Guerra Mundial no fueron bromas. Ninguna guerra lo es, pero me temo que ésta lo fue menos que otra ninguna. A la barbarie intrínseca de toda confrontación bélica, aquí se añadieron dos elementos adicionales escalofriantes, que quién sabe si podemos incluirlos dentro del paradigma estricto de una guerra: los campos de exterminio nazis y las bombas atómicas lanzadas sobre Japón.
Fue tal la impresión de delirio destructor, de hecatombe, que produjo la conflagración, que una vez terminada en agosto de 1945 dejó en la generación de nuestros padres una aterradora sensación de pasmo, de vértigo, miedo y parálisis. Sin duda en aquellos que la vivieron y sufrieron sin mediación, en Europa y el Lejano Oriente, pero también en los de la integridad del resto del mundo, sobre los que precisamente por no haberla padecido directamente, en un extraño fenómeno harto conocido, afectó, de una manera distinta pero tal vez no menos intensa. El horror no se refería únicamente a lo que había tenido lugar, sino sobre todo, a lo que se había demostrado podía tener lugar. Por primera vez en la historia, tal vez la alegría de la paz llegó contaminada por un pesimismo difícilmente soluble.
La posguerra fue terrible. Terrible e interminable. Fue una época gris, mate y fría. Tal vez por eso la llamaron “Guerra fría”. Era un mundo en blanco y negro, y no sólo en el sentido metafórico. Por razones que no me acabo de explicar, todos los teléfonos eran negros, todas las sábanas blancas. La televisión, por supuesto, era en blanco y negro. Toda la ropa interior masculina, blanca. La primera vez que vi a un amigo portar calzoncillos rojos, Gerardo Dorantes, en la Maison du Mexique, en París, pensé que era puto.
Y de repente, con los sesentas, se produce el vuelco. El color estalla, y no sólo en las sábanas y en los teléfonos, sino sobre todo, en las conciencias. La posguerra termina y un ánimo de liberación, alegría, entusiasmo, rebeldía y desacato se apodera del mundo entero y, muy especialmente, del mundo meridional. Los sesentas son, ante todo, el desfallecimiento de lo que hoy llamamos Primer Mundo —de los vencidos, pero también de los vencedores en la contienda reciente— y la irrupción en el panorama del Tercero, y del optimismo que acarrea.
Círculo cuarto
Los sesentas
Aquella década tuvo, como un brillante, múltiples facetas, un millón de luces. En el plano político estuvo, en primerísimo lugar, la guerra de Vietnam y la heroica —y exitosa— resistencia frente al invasor más poderoso de la historia. Son también, por supuesto, la Revolución Cubana y la guerrilla latinoamericana, con los Tupamaros en Uruguay, Mariguela en Brasil, Hugo Blanco en Perú, Tirofijo Marulanda en la Marquetalia de Colombia, Douglas Bravo en Venezuela, los sandinistas en Nicaragüa, Yon Sosa en Guatemala. Incluso en nuestro país, donde la situación, debido a la aún reciente Revolución y a la vecindad con los Estados Unidos, era distinta, surgen las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, sin olvidar el heroico intento del profesor Gámiz de tomar el cuartel de Ciudad Madera, en Chihuahua. Surgen también, no lo olvidemos, los movimientos armados revolucionarios en Europa. En el País Vasco y en Irlanda, claro. Pero también en Alemania y en Italia.
Pero son además la brusca y violenta descolonización africana, con los Lumumba, Nkruma, Neto y Senghor al frente. Es la revolución cultural china; en Estados Unidos es el movimiento chicano de Reyes Tijerina, y el negro, tanto de Luther King como de Malcolm X y Stockely Carmichel, que también son, a pesar de su localización geográfica, fenómenos tercermundistas.
Pero en el plano científico y técnico también tendrá lugar una auténtica revolución: aparecen las computadoras, primero las grandes y, a finales de la década las pequeñas. Es el tiempo de los viajes espaciales, de los esteroides, y en general del desarrollo vertiginoso de la química farmacéutica. De la aparición de los transistores, y también del desarrollo no menos vertiginoso de la electrónica. Y fue igualmente, no lo disimulemos, el de la modernización brutal de la tecnología bélica.
Quiero dedicar un párrafo exclusivo a dos de las innovaciones más llamativas de aquellos años. Uno, llamativo e influyente, es sin duda el rayo láser. Y lo pongo aparte no sólo por la enorme repercusión tecnológica que ha tenido (no siempre, ni mucho menos, para bien), sino sobre todo, porque me fue dado conocer a su inventor, el profesor Charles Townes. Desayuné con él, con motivo de su visita a México en 1966, creo, y tuvimos una larga y cálida plática. Los del Nuevo Grupo, de Ciencias, le regalamos un sombrerito charro de plata, y él nos dijo que no creía que su invento tuviera aplicaciones prácticas (!).
El otro artilugio sesentero que merece mención particular es el Concorde. Lo vi volar en sus piruetas de demostración en la Feria Aeronáutica de Le Bourget, en París, en 1969. Uno de mis anfitriones allá, Mauricio Campillo, habitaba un departamento en los últimos pisos de un HLM de Pyerrefite, en la banlieu parisina, de donde se veía mejor que desde el propio aeropuerto. Era una bestia maravillosa (en el sentido pleno del término). Hermosa, audaz y efímera. El pájaro mitológico y mágico dejó de volar a finales del siglo pasado. Al desaparecer se convirtió en el símbolo perfecto de los sesentas.
Finalmente, y probablemente en primer lugar, se produce el estallido cultural, estricto y múltiple. Inabordable. Es el bossa nova brasileño, y es lo que después llamarían rock, con los Beattles o los Doors, que nada tenía que ver con el empalagoso rock’n roll de los cincuenta. Es el nuevo jazz, de los Coltrane, Miles Davis y Milt Jackson, que se enfrenta al meloso y cursi del de Duke Ellington o Ray Coniff; es la canción protesta, en Sudaméríca, Estados Unidos y en Europa. Es el reflorecimiento del cine, con la nouvelle vague y el free cinema británico. Es la época de los Fellini, Antonioni, Visconti, Pasolini, Kurosawa, Kubrick o Sanyajit Ray. De la gran generación de cineastas chechos y polacos. Es la proliferación de los grandes pensadores, desde Foucault, Sartre o Lacan, a Marcusse, McLuhan o Heidegger. En la pintura, son Andy Warhol, Tàpies, Hartung o Vassarely. Es el momento del arte efímero y los happenings. En fin, es interminable…
El boom latinoamericano
Es en este panorama, en este caldo de cultivo, que surgirá y crecerá, estridente e insolente, el movimiento estudiantil único y mundial, del que el mexicano no será sino una componente más, junto al francés, el alemán, el gringo, el brasileño, el japonés, el italiano o el portorriqueño.
Sólo así se puede entender, sólo así se puede intentar una aproximación a lo que constituyó y representó, a lo que aún representa a inicios del nuevo siglo, cuarenta años después, pese a todo y pese a todos, el Movimiento Estudiantil Mexicano de 1968.
Círculo quinto
La perversión
Cuarenta años son mucho tiempo, pero creo que estos que nos separan de aquella gesta lo son mucho más. Son años de reflujo, de resaca. Los setentas se parecen mucho más a los cincuentas que a los sesentas. Es muy difícil hablar hoy, para los jóvenes de hoy, de lo que sucedió entonces, de la vibración y de la tensión de entonces. ¿Cómo transmitirla? Faltan referencias y sobreentendidos. No hay marco ni marialuisa.
Y, sin embargo, todo aquello contra lo que luchamos es hoy más vigente que nunca. En estas cuatro décadas han sucedido una cantidad impensable de cosas impensables. Entre otras, la perspectiva de transformación revolucionaria del mundo prácticamente ha caducado. Ahí permanecen, impensables, Cuba y Corea, pero aquellos horizontes libertarios que nos guiaron, se han nublado, para algunos de manera definitiva. Para otros, con el siglo XX también se termina la historia.
Esa revolución que tanto amamos, se nos ha quedado en los brazos.
Porque hay que decirlo bien claro, frente a necios, fariseos y mercenarios de toda laya: el movimiento estudiantil de 1968, el mexicano y el mundial, fue revolucionario, en ningún caso reformista o democrático. Revolucionario no en el sentido de pretender tomar el poder, sino de transformar el mundo y la vida. Nuestro combate no fue por la democracia, fue por la libertad.
Se trató de una insurrección libertaria, una algarabía irredenta y liberadora. No fue una movilización política, en sentido estricto y mezquino del término, en el sentido de proponerse objetivos específicos y alcanzables a corto o mediano plazo, y de establecer tácticas y estrategias adecuadas a esos objetivos. Fue un movimiento social que se negó a negociar lo innegociable, que era todo. Por ello, él mismo se condenó a lo efímero, a consumirse en su propio fuego, dejando para las generaciones futuras, para esa historia que a lo mejor ya no existe, únicamente el ejemplo, el deleite, el brillo cegador de esa llamarada, el calor de esa combustión.
Hoy en México, en este tiempo de máscaras y renuncias, hay los que nos quieren convencer de que aquel maremágnum fue bien portadito, de que luchábamos por cosas pequeñas y razonables. En particular, por la democracia. No es por azar que quienes lo sostienen hoy sean precisamente los beneficiarios de tan mentada “transición democrática”.
Si de alguna forma hay que caracterizar de manera sintética el movimiento del 68, yo lo calificaría de antirrepresivo libertario. Esa fue, aquí y entonces, su manera de ser revolucionario. En Francia o en Estados Unidos, por razones obvias, la reivindicación formal fue diferente. El latido, sin embargo, era el mismo.
Alguna vez utilizamos el término “democracia” para referirnos a nuestros ideales. Pero era más bien una cuestión de retórica, y caímos en el frecuente error de considerarla un sinónimo descaifenado de “libertad”. El logo que en un momento dado adoptamos, y que carecía de valor ideológico, eran una ele y una de, “libertades democráticas” formando un círculo, habla de esa confusión.
La estructura del movimiento sí fue democrática, tanto en las asambleas como en el CNH, y las decisiones se tomaban por voto mayoritario. Práctica que escandalizó a nuestros compañeros franceses cuando me encontré con ellos en 1969. “Está reproduciendo la mierda” me apostrofaban airados, sin entender que la dinámica y el contexto aquí eran otros. Era innegable que, en ese punto, nosotros íbamos de donde ellos ya regresaban.
En todo caso nunca nos interesó, como a ellos, el otorgar la razón a las mayorías, sea cual fuera ésta, ni el derecho a meter papelitos en ranuras. Ni que los papelitos se contaran bien. Y tampoco demandamos que fueran legalizadas las organizaciones políticas proscritas, muy especialmente el Partido Comunista, al que yo, junto con muchos otros, pertenecíamos.
Argumentar que las demandas del 68 mexicano eran democráticas lleva a contradicciones insostenibles. Si exigir la desparición del cuerpo de granaderos era una reivindicación democrática ¿por qué ahora, en pleno regocijo democrático, y que para hacerlos desaparecer no serían necesarios manifestaciones y enfrentamientos, sino una simple firma, no la ponen al calce? No nos confundamos, todo estado, y sobre todo un estado democrático, no sólo gusta, sino que precisa de granaderos. Las dictaduras prefieren el ejército y la policía armada. Exigir la desaparición de la policía antimotines es profunda e irremisiblemete revolucionario y subversivo. Si no se dieron cuenta antes, a lo mejor ahora sí.
Sustituir el movimiento por “los sucesos del 68”, quererlo convertir en un asunto criminal, de barandilla, en nota roja, confundir la movilización con la represión y poner el énfasis en ésta última, abocarse a la tarea de “abrir archivos” y “hacer justicia”, tan ingenua como sospechosa, en busca de una supuesta verdad de interés muy relativo, constituye una perversión grave y una deformación histórica y política inaceptable. Es el otro crimen.
Las cosas han llegado al punto que incluso Azcárraga y Salinas Pliego son sesentaiochistas y nos inundan y atolondran con cientos de horas de lo que entonces sucedió. De lo que ellos creen y quieren que creamos que sucedió. En ese diluvio de la falsa memoria, prácticamente no hay una sola gota que evoque el movimiento mismo, propiamente dicho, ni sus reivindicaciones, explícitas e implícitas, ni su espíritu. Los protagonistas vuelven a ser los señores del poder. Hablan más, mucho más, de los asesinos que de los asesinados.
A nadie debería escapársele que, en realidad, tirios y troyanos piensan más en el 2012 que en 1968.Y se lanzan afanosamente a museizar, a disecar la memoria y la vigencia del movimiento. Con letras de oro en la asamblea y con banderas a media asta, condenan al movimiento a una segunda muerte, a una segunda masacre. Querer conmemorar el 68 desde el poder, querer utilizarlo como coartada en un enfrentamiento que nunca fue el suyo, es cabalgar potranca ajena. Ahora resulta que nosotros fuimos el antecedente de Fox y de Calderón.
Y, a pesar de todo, el 68 vive, pervive, en la mente y el corazón de cientos de miles, los que lo vivieron y los jóvenes que lo saben, a contrapelo, más allá de campañas electorales, más allá de democracias descafeinadas, más allá de los pacifistas y de los neutrales defensores de los “derechos humanos”, que sólo perpetúan la negación de los derechos más elemetales; más allá de cinismos y oportunismos, el 68 vive y germina en cada uno de ellos, a la espera del nuevo maremágnum, a la espera del tiempo de las cerezas.